Reyes y peones
La Guerra de la Independencia tuvo una notoria incidencia en la Jacetania, fundamentalmente en Jaca, debido a su condición de gran plaza militar y baluarte defensivo en la frontera con Francia. El 2 de mayo de 1808 con la entrada de las tropas de Napoleón en la península, el general Palafox asume la defensa de Aragón y envía un emisario a Jaca para que dirija la defensa de Echo, Ansó, Canfranc y, sobre todo, Jaca. Aquí se encuentra la Ciudadela, estratégica fortaleza que defendía también a Zaragoza de una hipotética invasión francesa a través del Pirineo. Ignacio López Pascual, el enviado de Palafox, fue confundido con un afrancesado y estuvo a punto de morir en la Ciudadela.
El 8 de junio Palafox nombra gobernador militar y político de Jaca a José Tinoco. Una semana después finaliza la formación del Tercio de Jaca, que también se llamó sucesivamente “Primer Tercio de Jaca”, “Batallón de Jaca”, “Batallón de Leales de Jaca” y finalmente “Tercio de valientes aragoneses del Partido de Jaca. Defensores de la Patria”. Tras la capitulación de Zaragoza, el resto de los pueblos aragoneses se vieron obligados a claudicar también. El mariscal francés obligó a los líderes zaragozanos a que instaran a Jaca a su rendición. Palafox firmó la orden, aunque Tinoco no la aceptó y contestó que él faltaría a su obligación si “obedeciese a un general prisionero cuyas facultades habían expirado”. Los intentos de mediación fracasaron y las tropas francesas optaron por conquistar militarmente la ciudad.
Napoleón pensaba que Jaca era un lugar clave en su estrategia para lograr una rápida comunicación entre Francia y el Ebro. El 21 de marzo de 1809 las tropas francesas llegan a Jaca, en donde sólo había 48 tiradores del Batallón Navarro de Doyle y los centinelas del Batallón de Jaca para defender la plaza. Los jaqueses se amotinan y se apoderan de las murallas al reconocer a un parlamentario francés. Sin embargo, son pequeñas escaramuzas que no evitan la conquista de la ciudad, facilitada por la huida de las tropas acuarteladas en la Ciudadela, con el popular guerrillero Espoz y Mina a la cabeza. Con una ciudad indefensa y las fuerzas vivas, incluido el Obispo, en espantada, las pocas autoridades que quedaron no tuvieron otra opción que la de la rendición, con varias clausulas en las que se respetaba la religión, se obligaba a la escasa guarnición de Jaca a entregar sus armas, jurar fidelidad a Napoleón, someterse al rey José I y colaborar con los nuevos señores de la ciudad. A cambio, las tropas francesas se comprometían a no entrar en la ciudad y a que los impuestos fuesen respetuosos “en atención de lo mísero del país”.
Muchas de esas clausulas no fueron respetadas y el General francés responsable de la plaza recurrió permanentemente a las arcas municipales para financiar sus excesos. Entre ellos, las atenciones que exigía en el Palacio del Obispo, que ocupó durante el tiempo que ejerció su gobierno. Durante la presencia francesa Jaca se convierte en el puente de acceso a la península. Se establece una comunicación con Olorón, desde donde se transportan los víveres para la tropa, compuesta por más de mil efectivos en 1813.
Este año, tras cuatro de dominio francés, la ciudad es liberada gracias a la intervención de varias compañías que se apuestan ante las murallas de Jaca. Después de varios intentos, la mañana del 5 de diciembre las compañías (Cazadores aragoneses, de granaderos alaveses, de húsares de Navarra) sorprenden a las tropas francesas durmiendo y conquistan la ciudad en escasas horas. Sólo falta la Ciudadela, que es recuperada después de pactar la rendición con el comandante Deshortes, que comprueba desolado cómo los refuerzos procedentes de su país no pueden cruzar la frontera debido a la nieve acumulada en Somport. En la rendición sólo pide que les dejen marchar a Francia, lo que hacen el 18 de febrero.
Un año después, las pocas autoridades que no habían huido tras la llegada de las tropas de Napoleón y que se vieron obligadas a firmar la rendición, fueron ajusticiadas por las mismas autoridades que habían desertado. La gran paradoja promovida por el absolutista Fernando VII se escenificó de manera especial en el regidor Azcón, que había sido forzado a ser alcalde, y fue fusilado por la espalda tiempo después bajo la acusación de traición a la patria.
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