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Juan Gavasa

Eminencias (2)

Eminencias (2)

Los que hemos estudiado en colegio de curas sabemos que, al igual que en las películas policiacas de Serie B, siempre está el cura bueno y el cura malo. Pero conviene no confundirse. Hay polis que por exigencias del guión son tipos verdaderamente honestos y entregados a su profesión, convencidos de que han nacido para servir al prójimo con entera dedicación. Buenos padres de familia y mejores profesionales. Alguno pensará que policía bueno es un oximorón, una falsa apariencia, pero como decía antes, son exigencias del guión y ahí reside su pureza.

            Sin embargo el cura bueno es una especie más difícil de catalogar. Los que hemos estudiado en colegio de curas sabemos que al cura malo se le veía venir; primero porque la fama le precedía y en segundo lugar porque no hacía absolutamente nada contradictorio con su leyenda. Si era un cabrón, lo era desde que se levantaba hasta que se acostaba.

            El cura bueno era peor. Solía utilizar tu mismo lenguaje, manejaba sutiles pero muy efectivas tácticas de acercamiento y penetración en el grupo, muchas veces jugaba contigo a fútbol o baloncesto y en el colmo del buen rollo ejercía en ocasiones de confidente de la tropa de imberbes. Cuando tú bajabas la guardia convencido de que era uno de los tuyos, cuando el instinto de supervivencia flaqueaba... ¡zas! Surgía el verdadero rostro del cura bueno, que era tan fiero como el del cura malo. Es decir; que te daba las mismas hostias con el agravante de que no te las esperabas. Casi siempre eran por detrás, para despistar, entre la colleja y la oreja, en ese territorio habituado a grandes batallas y grandes derrotas, objeto de todos los fracasos y todos los mamporros. Y siempre con la mano abierta.

            Venía a cuento este devaneo nostálgico tipo “historias de la puta mili” porque el individuo de la foto de arriba es, sin duda, el rostro del cura malo malísimo, ese que imponía un permanente estado de terror allá por donde pisaba. Miro la foto una y otra vez y siento un permanente “Deja Vu”. La diferencia es que aquellos curas de nuestra infancia, como mucho, nos dieron un inagotable arsenal memorístico para aburrir a nuestros nietos y la conciencia del sistema pedagógico que abominamos.

            El de la foto, sin embargo, tiene más poder y, por lo tanto más peligro. Antonio María Rouco Varela, Tucho para los amigos, ha vuelto a ser elegido jefe de los obispos españoles, si es que alguna vez había dejado de serlo. Es el jefe de esa iglesia reaccionaria y carpetovetónica que financia una emisora de radio donde se dicen cosas tan tremendas como que la victoria de Zapatero del domingo es como la de Hitler en 1933. O donde se acusa a Pilar Manjón de haber fingido las lágrimas y haber hecho teatro en su comparecencia ante la Comisión de Investigación del 11 M.

            Es la misma iglesia que no ha tenido pudor alguno en pedir el voto al PP en las últimas elecciones. Que ha alimentado en homilías y cartas pastorales la teoría de la conspiración en los atentados de Atocha y ha abierto un enfrentamiento directo contra el gobierno democrático español al sentirse ultrajada por las medidas sociales y de igualdad aplicadas en estos últimos cuatro años. La misma iglesia que se encolerizó con la Ley de Memoria Histórica y al día siguiente beatificó a más de 500 curas muertos en el bando nacional durante la Guerra Civil.

            Una iglesia que no difiere mucho de aquella que en 1937 escribió una carta colectiva de apoyo al golpe de estado de Franco en la que decía que “fue el poder Ejecutivo del Estado con sus prácticas de gobierno, el que se empeñó en torcer bruscamente la ruta de nuestra historia en un sentido totalmente contrario a la naturaleza y exigencias del espíritu nacional, y especialmente opuesto al sentido religioso predominante en el país”. ¿Les suena? Insisto, esto fue escrito en 1937, aunque nos parezca que lo escuchamos ayer en la emisora de la Conferencia Episcopal.

            El teólogo Juan José Tamayo escribía recientemente que el estado tiene un problema pendiente con la religión; con la católica fundamentalmente. Al margen de proponer tres medidas para resolver esta situación insólita en cualquier país occidental (supresión de la financiación de la iglesia, nueva Ley de Libertad de Conciencia y Libertad Religiosa y un estatuto de laicidad), denunciaba con razón la actitud de nuestros políticos. “No dice mucho a favor de la laicidad del Estado la reiterada presencia de representantes de las distintas instituciones públicas en ceremonias religiosas de profundo significado simbólico como procesiones, funerales católicos llamados de “Estado”, elevación de obispos españoles al cardenalato, canonizaciones, beatificaciones, etc. Esa presencia choca con la no menos reiterada ausencia de autoridades políticas del mismo rango en otras confesiones religiosas”.

            Ahora que se acerca la Semana Santa vamos a volver a asistir a ese ritual que, para sorpresa de muchos, ya nadie cuestiona, ni siquiera la mayoría de nuestros amigos que consideramos de izquierdas. “Es la costumbre” me suelen decir. Hay que joderse. Valle Inclán decía al respecto que en cuestiones religiosas España es un país tercermundista. También el escritor Adolfo García recordaba con tino hace unos días que la iglesia católica y el islam “viejos enemigos mutuos a sangre y fuego, están íntimamente unidos  hasta el punto de coincidir en lo más paradigmático de su esencia común: la manipulación de la verdad, y con ello la manipulación de las vidas y los derechos de las personas, evitando su progreso hacia la libertad y legislando el hechizo inmovilista del origen”.           

            Cuando Rouco Varela dice que las políticas de progreso tienden hacia el relativismo y el fin de la democracia, cuando suelta los fantasmas del Apocalipsis a pasear, cuando denuncia que la asignatura de Educación para la Ciudadanía manipula conciencias, cuando defiende exclusivamente su modelo tradicional de familia, cuando niega los derechos de los homosexuales... cada vez que dice una estupidez de este calibre la iglesia refuerza su posición en la retaguardia de la sociedad, donde siempre estuvo y donde más cómoda se encuentra. Es el momento de que la sociedad coja distancia y escape de su alargada sombra.

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