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Juan Gavasa

Pirineo

Por tierra de Cajal

Por tierra de Cajal

Este artículo que publiqué en el número 72 de la revista "El Mundo de los Pirineos" ha sido galardonado con el "Premio Félix de Azara" en el apartado de comunicación.

 

Hay un viento matutino que golpea cada día suavemente las tierras del Reino de los Mallos. Lo llaman “Alaniés” y es el causante de la extraordinaria luminosidad del lugar y de la pureza de su atmósfera. Este aire dulcifica el clima hasta extremos inverosímiles en el Altoaragón y facilita la producción de vino y aceite, la observación de rapaces, la escalada o el senderismo. A ello se une un patrimonio cultural de primera magnitud que ha acabado por convertir el territorio en un próspero polo de atracción turística.

 

Lo que se conoce por arte del márquetin como “Reino de los Mallos” tiene un poso histórico que le concede cierto rigor y sustancia. El territorio que limita al norte con las sierras de San Juan de la Peña, Oroel y el Puerto de Santa Bárbara y al sur con la ciudad de Huesca, fue en época medieval un efímero reino surgido de un gesto de amor. El rey Pedro I dejó en 1097 en herencia a su segunda esposa, doña Berta Cruz, un territorio que comprendía los mallos de Riglos y su entorno. Era la dote más hermosa de sus vastas posesiones. Tiempo después Alfonso I el Batallador reintegró el pequeño lugar en el Reino de Aragón, frustrando la última voluntad de su hermano.

Aquellos mallos enigmáticos y grandiosos son hoy el icono principal en torno al que se ha construido la nueva marca turística. Pero sería un error pensar que el valor de la zona sólo se limita a su inquietante orografía y a su intrincado pasado. En la última década sus habitantes han sido capaces de modificar un destino que parecía irreversible y han logrado hacer de la necesidad virtud y recuperar la economía de la zona. Hace 20 años se modernizó la N 330 por el puerto de Monrepós y supuso la puntilla para la carretera autonómica 132, eje vertebrador del territorio de los Mallos y hasta entonces conexión principal con el Pirineo. El tráfico derivó a la nueva vía y la otrora transitada carretera prácticamente cayó en el olvido.

La crisis provocó la catarsis y la puesta en valor de un potencial que nunca hasta entonces había sido necesario explotar. Ahora ha dejado de ser zona de paso para convertirse en destino. La apuesta por un turismo diversificado y renuente a la masificación ha obrado el milagro. En una década ha cambiado profundamente la economía y el paisanaje de la zona. Los tipos con neopreno que se lanzan por las turbulentas aguas del Gállego se mezclan con los circunspectos ornitólogos; los escaladores de siempre conviven ahora con los amantes del enoturismo y con los que se pierden por las suaves laderas del entorno en busca de setas. En el Reino de los Mallos se produce vino (hay 3 bodegas), el río ha generado una potente estructura de empresas de aventura que da trabajo estable durante casi todo el año, se ha fomentado un elitista turismo ornitológico y gastronómico, y ha adquirido una nueva proyección el valiosísimo patrimonio monumental, manifestado principalmente en el Castillo de Loarre y la Colegiata de Bolea. Hay un dato que resume definitivamente la magnitud del cambio: hace 10 años no había ninguna habitación con baño y ahora hay más de 300 en los nuevos hoteles y casas de turismo rural que se han abierto. Como afirma José Antonio Sarasa, Alcalde de Ayerbe, “hace una década pensábamos que nos íbamos a quedar solos y ahora no dejamos de crecer”.

El Reino de los Mallos está situado geográficamente en el pre-Pirineo pero ha mantenido históricamente importantes lazos económicos, sociales y culturales con la gran cordillera. Su proximidad y el empaque que le conceden los mallos de Riglos y Agüero le ubican sin discusión en ese universo montañero por el que tantos suspiran.

Aunque administrativamente pertenece a la comarca de la Hoya de Huesca, lo cierto es que tradicionalmente ha tenido una personalidad propia que ha sabido difundir con la poderosa presencia de las moles graníticas. En la actualidad la zona está formada por los municipios de Agüero, Ardisa, Ayerbe, Biscarrués, Bolea, Riglos, Loarre, Loscorrales, Lupiñén, Murillo de Gállego, Puendeluna y Santa Eulalia de Gállego. Se trata de un territorio de grandes contrastes que transita entre los paisajes abruptos del norte y los sinuosos perfiles del pantano de la Sotonera, zona de paso de las grullas e importante reserva natural.

Todos los pueblos de la zona ofrecen un importante legado monumental y un catalogo más que respetable de ejemplos de arquitectura tradicional. Se hace  indispensable una visita a la bella iglesia de San Salvador de Agüero (S.XI), con su hermoso retablo barroco, o a la de Murillo de Gállego, de imponentes dimensiones. Son, tan sólo, dos ejemplos de un rico patrimonio que incluye además decenas de pequeñas ermitas que han sido restauradas con cuidado en los últimos años.

Ayerbe ha sido históricamente el centro neurálgico de la zona y una de las localidades más prosperas de la provincia. Hoy está volcada en el turismo y en una discreta actividad agrícola. Su feria fue en tiempos un verdadero acontecimiento social y económico que reunía a gentes de todo el entorno. Las fotos en blanco y negro de hace un siglo muestran un hervidero de gente haciendo transacciones de dinero, de ganado y de materias primas. Todo eso es ahora tan solo un rumor en la memoria pero las dos plazas contiguas de Ayerbe siguen imponiendo. El Palacio renacentista de los Marqueses de Urriés (s.XV), separa los dos espacios y le otorga cierta distinción al lugar. Se trata de una valiosa pieza de arquitectura civil aragonesa que está siendo rehabilitada para diversos usos públicos y privados. Los Urries fueron una de las familias más poderosas e influyentes en tiempos del emperador Carlos I. Como establecen los códigos de poder, en su árbol genealógico enraizaban militares, empresarios, curas e incluso obispos.

Junto al Palacio se encuentra la Torre del Reloj, un edificio exento levantado en 1798 que permanece inalterado pese a los avatares de la historia y su aparente fragilidad. La iglesia de Ayerbe está dedicada a San Pedro. Fue construida en el siglo XVI y es llamativa la ausencia de campanario, por lo que los ayerbenses escuchan las campanas de la torre de San Pedro, adosada a los restos de la antigua colegiata, y miran la hora en la Torre del Reloj de la plaza. En lo más alto del cerro sobre el que se esparce el casco urbano de Ayerbe, se conservan los restos del que fuera el castillo musulmán más septentrional de la península.

Las historias de Ayerbe se entreveran bajo el sol impenitente que golpea en la plaza. Por sus calles correteó el Premio Nobel, Santiago Ramón y Cajal, que vivió aquí su infancia (1860-1869), y dejó deliciosas anécdotas de ese tiempo en su célebre biografía. La casa familiar es hoy un Centro de Interpretación sobre la vida del científico, en el que tienen tanto peso sus correrías por las tapias del cementerio de Ayerbe como sus primeras aproximaciones al complejo interior del cerebro humano.

Junto a la antigua vivienda de los Cajal abrió sus puertas hace casi 20 años Casa Ubieto, un establecimiento de alimentación que, en realidad, es el punto de referencia para quienes quieren adentrarse por primera vez en el territorio. Emilio Ubieto es una caja de sorpresas. Llegó a Ayerbe atraído por el mundo de la micología, del que es uno de los expertos más reputados, y acabó desarrollando múltiples facetas al estilo del hombre renacentista. Es el organizador de las afamadas “Jornadas Micológicas” de Ayerbe que se celebran en octubre, y su libro “Trufas. Guías y recetas” recibió en 2007 el prestigioso Premio Gourmand al “Mejor libro de cocina innovadora del Mundo” y al “Mejor libro de fotografía en lengua española”. Su tienda tiene probablemente la mejor selección de títulos sobre micología de todo el país y la única temática dedicada a Ramón y Cajal. Un espacio que proyecta el sabor de los viejos colmados pero con hechuras de templo del gourmette. “Promovemos los productos de la zona; el vino, la miel, el chocolate… porque son realmente excelentes. Tenemos que recuperar nuestra autoestima”.

La conversación con Emilio fluye de un rincón a otro con asombrosa facilidad. Habla del espectáculo de los almendros en flor que cautivó al director británico Ridley Scott cuando en 2004 grabó en Loarre el “Reino de los Cielos”. Reflexiona sobre las huellas descarnadas que dejó la Guerra Civil en toda la zona y atisba signos de esperanza cada vez que un nuevo forastero decide instalarse en algún pueblo del entorno. El último de ellos es un profesor de la Sorbona de París y su mujer, entregados a un estudio sobre la etnociencia y la etnología de la comarca.

Ayerbe es el punto de partida de todos los caminos. Desde aquí se toma la carretera que conduce a las faldas de los mallos de Riglos, siempre deslumbrantes y sobrecogedores. Al otro lado del río Gállego se erigen los de Agüero, más discretos y contenidos. Ambos son un lugar de peregrinación para los aficionados a la escalada en roca y un paraíso ornitológico. Recientemente se ha puesto en funcionamiento el Centro ARCAZ de Riglos para la observación de aves rapaces y la educación medioambiental. La instalación forma parte del proyecto de cooperación conocido como “Vultouris”, en el que participan también los centros pirenaicos de la Foz de Lumbier y Aste-Beon en el Valle de Ossau.

El río Gállego se desvía a la altura de Ayerbe y continúa su curso hacia Biscarrués. El nombre de esta localidad se ha asociado en los últimos años al proyecto de embalse que amenaza el futuro de la zona. Los vecinos lideraron una frontal oposición que obligó a la administración a reconsiderar el proyecto original, que anegaba el casco urbano de la localidad y arruinaba el negocio de las empresas de aventura. Lola Giménez, portavoz de la “Coordinadora Biscarrués”, asegura que el nuevo proyecto “sigue inundando todo el cañón de aguas bravas, lo que en la práctica supone acabar con uno de los medios de vida más estables de la zona”. Así lo confirma Gustavo Ortas, presidente de la Asociación de Empresas de Aventura, quien recuerda que en un reciente estudio socieconómico de la zona quedaba constatado que la influencia del sector en el territorio era fundamental para mantener la población y cifraba el impacto económico entre los 6 y los 9 millones de euros.

Un impacto también relevante es el que generan los dos grandes monumentos de la zona. El Castillo de Loarre es la joya de la corona. Su primoroso estado de conservación –es la fortaleza románica mejor conservada de Europa- y su privilegiada posición sobre un promontorio de vistas inabarcables lo consolidan en la lista de los monumentos más valorados de todo el país. El lugar es fascinante. Desde su posición se puede controlar la extensa llanura de la Hoya de Huesca, y no es difícil imaginar la tensión con la cercana Bolea, la principal plaza musulmana en este extremo de la Marca Superior de Al-Andalus.

En esta localidad se esconde otro de los tesoros del patrimonio de Huesca, la Colegiata de Santa María. Levantada en el siglo XVI, acoge en su interior el maravilloso retablo mayor, considerado una obra maestra de la pintura española del Renacimiento. Pedro Bergua, Presidente de la Comarca de La Hoya y fundador de la “Asociación de Amigos de la Colegiata de Bolea”, explica con pasión los arcanos del templo, al que ha dedicado parte de su vida. Le ha tocado de todo, desde recoger restos humanos de una cripta hasta hacer labores de peón. En realidad, su perfil político se diluye cuando ejerce de cicerone; “la Colegiata y su retablo es una de las grandes joyas de nuestro patrimonio y no podemos olvidar que ha sido la iniciativa ciudadana la que evitó en su día que el templo acabara prácticamente en ruinas”.

La reflexión adquiere el aire de metáfora vinculada con el propio territorio del Reino de los Mallos. Los años de incertidumbre que cayeron sobre la zona parece que se están superando como si se tratara de un monumento en proceso de restauración. Por toda la zona se suceden las obras de rehabilitación de iglesias y ermitas (Marcuello, Agüero, Mueras, Concilio, Santa Águeda…), los planes de dinamización y los proyectos empresariales que responden a una idea de país basada en la prudencia y la austeridad. Como indica Silvia Fernández, gerente del Plan de Dinamización Turística que destina 3 millones y medio de euros a inversiones en la zona, “tenemos que coger nuestros recursos y ponerlos en valor para creer en nosotros mismos”. 

Clot de Moro

Clot de Moro

En Castellar de N'Hug (Berguedá), se encuentra uno de los restos más interesantes e insólitos de arquitectura industrial pirenaica de principios del siglo XX; se trata de la antigua fábrica de cemento de El Clot de Moro, un impresionante edificio adaptado también a la montaña sobre un terreno de piedra calcárea. En 1904 el prestigioso empresario catalán Eusebio Güell, mecenas de Gaudí, eligió este lugar  para levantar Asland, la primera fábrica de cemento portland del estado. Encargó el diseño de la planta al arquitecto Rafael Guastavino, quien levantó un edificio que destaca por las galerías situadas en distintos niveles y las majestuosas bóvedas que las cubren.  Güell encargó a Gaudí un chalet junto a la fábrica para los encargados y un refugio en la sierra de Catllarás para los ingenieros.

La fábrica se cerró en 1970 y el viejo edificio modernista se contempla ahora desde la carretera como un extraño anacronismo fuera de contexto.  En los últimos años se ha rescatado de la ruina la galería inferior, que alberga el museo del cemento (narra el proceso de fabricación y la historia de la construcción de la planta); y el Museo del Transporte, que cuenta con una de las mejores colecciones de Europa de vehículos antiguos. Entre ellos destaca la colección de ferrocarriles de vía estrecha e industriales, con más de 30 locomotoras, la sección de transportes públicos con unos 12 tranvías de Barcelona, una muestra antigua de coches de línea y un clásico autobús londinense de dos pisos.

Gaudí también visitó la zona en 1905 para realizar los encargos del Conde Güell y se alojó en el cercano pueblo de La Pobla de Lillet. A instancias de la familia Artigas, en cuya casa durmió, hizo los bocetos de un jardín para su finca particular que acabaron siendo los maravillosos “Jardins Artigas”, nacidos de la formidable imaginación del arquitecto, otro de los puntos más visitados de la zona.

Un territorio cuidado

Un territorio cuidado

Ayer presentamos la campaña de publicidad que hemos diseñado para el proyecto IMPULSADOS, financiado por la Comarca de La Jacetania, el Valle de Aspe y la Unión Europea a través de los Fondos FEDER. ES una campaña original, diferente y muy arriesgada. Pero estamos orgullosos del resultado final y la repercusión que ha tenido en los medios de comunicación es más que notoria. El trabajo que ha hecho el excelente diseñador zaragozano Víctor Gomollón merece un premio.

 

La campaña de publicidad “PIRINEOS-PYRÉNÉES.Aspe/Jacetania. Un territorio cuidado”, forma parte de los proyectos integrados en la Acción Número 5 del Proyecto de Cooperación Transfronteriza IMPULSA-DOS, incluido en el Programa Operativo de Cooperación Territorial España-Francia-Andorra para las anualidades 2010 y 2011. IMPULSADOS es un proyecto promovido por la Comarca de la Jacetania, como jefe de filas y socio principal, y la Comunidad de Mancomunidades del Valle de Aspe. Todo el programa está financiado en un 65% por la Unión Europea a través de los Fondos FEDER.

Los territorios de La Jacetania y el Valle del Aspe han desarrollado en los últimos años campañas en las que el medio natural o la montaña han sido el valor intrínseco sobre el que se centraban. Los sitios web de los dos territorios, sus publicaciones y sus anuncios ocasionales, han tendido, como es lógico, a “vender” la naturaleza privilegiada de la que están rodeados. El Parque Nacional de los Pirineos en Francia o los valles de Hecho y Ansó en La Jacetania han logrado ya una imagen de marca, una interiorización por parte del lector de lo que allí se van a encontrar. Espectaculares fotografías, múltiples opciones de aire libre… Lo explícito, en definitiva, es algo que el lector, en un 80% del público potencial al que está campaña está dirigido, conoce, aunque solo sea por referencias indirectas.

Por todo ello, esta campaña busca la metáfora, la sorpresa, una sonrisa o el despertar de una simpatía hacia estos territorios, huyendo de lo obvio por ya conocido y buscando la complicidad. Para ello se ha desarrollado un trabajo creativo basado en un mensaje con doble sentido que apoyado en diseños tradicionales o históricos busca despertar la imaginación a través de una idealización, tal y como se produce en el subconsciente, de lo que se recuerda con agrado.

En la época de la imagen (y de la saturación de la imagen), apostar por diseños decimonónicos y de principios del siglo XX rompe la inercia de la mayoría de campañas publicitarias. Dibujos clásicos que ejerzan de “cuento” del territorio y que logren por su aspecto anacrónico precisamente el efecto de despertar la atención del lector. Recuperar corrientes creativas que sirvieron para ilustrar y divulgar el despertar del turismo pirenaico a finales del siglo XIX, transmite además un valor de gran fuerza y eficacia: La Jacetania y el Valle de Aspe son territorios con una larga tradición turística y con unos indudables potenciales patrimoniales, históricos y medioambientales.

Para representar el ideal del paisaje y la cultura pirenaica entendemos que no hay mejor soporte estético que el cartel turístico tradicional francés del siglo XIX y la primera mitad del XX. Aquellas imágenes pirenaicas, los populares “afiches” en su denominación francesa, de los Chemins de Fer du Midi o de Sindicatos de Iniciativas Turísticas.

Mediano, la memoria ahogada

Mediano, la memoria ahogada

“Mediano. La memoria ahogada”, es un excelente documental producido por Aragón TV y dirigido por la periodista Maite Cortina y el realizador Roberto Roldán. La historia de Mediano es una de las más terribles y dramáticas de cuantas pueden ser contadas en la gran ignominia que fue la política hidráulica española del siglo XX.

Combinando eficazmente las secuencias de ficción y el formato convencional de documental, “Mediano. La memoria ahogada” no aspira tan sólo a plasmar con tono de elegía  el drama de los afectados por el embalse que anegó el bello pueblo del Sobrarbe. El criterio periodístico de Maite Cortina, hija de Mediano, se percibe consecuente detrás de la narración en la búsqueda del rigor de los datos objetivos.

Aunque es justificable la tendencia a la melancolía y la enfatización de la gran injusticia humana, existe un admirable interés por buscar todos los ángulos de la historia, aunque algunos de estos resulten incómodos e insoportables. Pero es obligación del buen periodista buscar la verdad y ampliar al máximo el zoom para captar todos los matices que ofrece una noticia. Y en el documental se consigue a base de dar voz a un buen puñado de protagonistas directos e indirectos de aquella barbarie, que nos remite a otra sociedad y a otro país en el que la vida de sus ciudadanos valía tanto como las tasas oficiales por expropiación.

Sorprende (aunque a estas alturas no debiera), la frialdad con la que el funcionario circunspecto se agarra a la letra de la ley, bosquejando argumentos para justificar decisiones que por su repercusión irreversible deberían pertenecer al ámbito de los derechos humanos. Quien no conozca la historia de Mediano debería de saber que un lluvioso 29 de abril de 1969, cuando todavía quedaban 6 familias habitando en el pueblo, un ingeniero de la Confederación Hidrográfica del Ebro ordenó cerrar sin aviso previo las compuertas de la nueva presa. En pocas horas el vaso del pantano comenzó a inundarse y los aterrorizados vecinos que resistieron hasta el final tuvieron que huir con el agua en las rodillas dejando atrás casi todas sus pertenencias.

El documental intenta averiguar las razones y los responsables de aquella salvajada, aunque lo hace como parte del trabajo periodístico de reconstrucción de la historia; nunca como debilidad revanchista. No es el eje de la narración. Los responsables del documental se apropian de aquellas palabras de Juan de Mairena que recordaba hoy el periodista Miguel Ángel Aguilar, “no hay manera de ver las cosas sin salirse de ellas”, y trazan el contexto histórico en el que se produjo la aniquilación de Mediano.

Para ello es fundamental la aportación del profesor de la Universidad de Zaragoza, Perico Arrojo, quien insiste en un argumento expuesto en otras muchas ocasiones: “detrás de las políticas hidráulicas del franquismo justificadas para alimentar a la población estaba el interés de las grandes constructoras en fomentar las faraónicas obras hidráulicas”. Aterra comprobar que ese mismo argumento sigue vigente cuarenta años después, en plena democracia, con otros proyectos de similar impacto como el recrecimiento de Yesa o Biscarrués.

En aquellos años de plomo se reivindicaba la figura de Costa y su afán regeneracionista de manera demagógica e interesada, para justificar grandes obras que principalmente beneficiaban a las poderosas empresas constructoras. Como apuntaba acertadamente el periodista Julio Alvira, Costa “pedía pantanos para que pudieran comer los pobres”, pero nunca pensó en ellos como parte de una estrategia de desarrollo económico basada en el fomento del hormigón. Siete llaves al sepulcro de Costa.

Arrojo recuerda que a finales de los años 50 se decidió triplicar la capacidad de Mediano con el objetivo oficial de ampliar la zona de regadío de Monegros. Sin embargo, al tiempo que se ampliaba el tamaño del embalse se reducían los terrenos regables siguiendo políticas agrícolas de racionalización de los cultivos. En resumen; los grandes pantanos beneficiaron principalmente a las grandes empresas de la construcción. Mediano se inició en plena República, se paralizó durante la Guerra Civil y en 1941 se retomó de la mano de la recién creada compañía Dragados y Construcciones. ¿Les suena?

“Mediano. La memoria ahogada” es un documental necesario para que los aragoneses conozcamos un desconocido recodo de nuestra historia más reciente. Es necesario para recuperar el drama humano, para desmitificar la absurda y superada defensa de la política hidráulica franquista y, principalmente, para recordar a las nuevas generaciones el inmenso sacrificio que realizaron los pirenaicos durante el siglo XX. Un sacrificio que causó profundas desestructuras sociales, económicas y morales. Un sacrificio que todavía no ha sido compensado.

Plazas

Plazas

La mayoría de pueblos pirenaicos comparten una misma fisonomía. Las adversidades del clima primero y las costumbres sociales después forjaron una morfología urbana que nos permite desgranar a través de su urbanismo un pedazo de su historia. Cómo fueron o qué padecieron en el pasado puede ser un ejercicio de funambulismo antropológico si no se manejan elementos tangibles. La arquitectura es uno de ellos y, en este ámbito, las plazas son probablemente su elemento más significativo. Hubo plazas defensivas, otras nacieron para desahogar los intrincados callejeros. Algunas fueron el resultado de los años de las luces y otras simplemente fruto del azar urbanístico. Cuando uno camina por la angosta plaza de Alquezar entiende que sus reducidas dimensiones no son una consecuencia de su modestia. El tamaño no otorga la relevancia; sí lo que ocurre en su interior. Como recuerda el escritor Fernando Biarge “el movimiento que registra proporciona el reflejo fidedigno del acontecer diario de una comunidad”.

La de Alquezar es tan estrecha que incluso podría cuestionarse su categoría de plaza. Más bien parece un simple ensanchamiento de su trama urbana. Pero en realidad es una plaza con todas las de la ley, reforzada por esos soportales que en el Pirineo siempre nos advierten de la existencia de una tradición mercantil. La heterodoxia constructiva realza el valor de los edificios más nobles, casi todos ellos concentrados en este punto del pueblo. El popular pirineísta francés Lucien Briet pasó por Alquezar a principios del siglo XX y descubrió en la plaza Mayor (actualmente Rafael Ayerbe), a las mujeres lavando la ropa. “Esta plaza mide 8,25 metros de ancha por 22,50 de larga y constituye el corazón y la síntesis de esta región”, dejó escrito en su cuaderno de viaje. En Alquezar se celebraban las ferias y los mercados.

Como en Ayerbe, plaza señorial donde las haya y ejemplo de prematura planificación urbanística. Cuando no existían los Planes Generales de Ordenación Urbana, los pirenaicos se regían por el sentido común y cierto instinto de supervivencia. Había que dulcificar los pueblos para hacer más cómoda la ingrata vida del montañés. Ayerbe fue hasta mediados del siglo XX un espacio de tumulto mercantil, con una feria que atraía a gentes de toda la comarca. La suya es una plaza especial. Lejos todavía del rigor pirenaico el espacio se vertebró en torno al palacio de los Urriés, familia de espléndido árbol genealógico y poseedora de propiedades infinitas en tiempos del emperador Carlos I. El formidable Palacio renacentista separa la plaza en dos. Junto a él se alza la Torre del Reloj, edificio exento de finales del XVIII. Podría decirse que la doble plaza de Ayerbe tiene más carácter urbano que rural. Con hechuras de espacio cosmpolita que busca la estética por encima de los planteamientos prácticos de la cotidianeidad.

Nada que ver con la plaza de Luis XIV de Donibane Lohitzun, en la que estableció su residencia el monarca francés antes de su matrimonio. Se trata de un amplio espacio con aroma a salitre y ambiente inconfundiblemente pesquero. El rojo de la madera de las fachadas evoca otro tiempo y otro ambiente, trufado de viejas historias marineras e intrigas portuarias. La plaza se abre al mar o bien podría ser el mar el que se arrulla en las faldas de Donibane. En medio, el kiosco de música otorga al lugar un aspecto bohemio y fantasioso, como de cuento de niños. Todos los días de verano hay conciertos de música.

Este aspecto de gran espacio abierto al exterior contrasta con entramado medieval del casco urbano de Prats de Molló, hermosa localidad amurallada en la comarca francesa del Vallespir. Aunque la mayoría de edificios son de nueva planta la trama urbana se mantiene desde su origen, conformando una suerte de callejero cosido con vericuetos, pasadizos y calles que no llevan a ninguna parte. La plaza más importante de Prats de Mollo es la de Josep de la Trinxera, donde se levanta el ayuntamiento construido en el siglo XVII. Pero probablemente la que más encanto guarda es la de Armas, que más que una plaza es el vértice que forman las calles de la Puerta de Francia y la Puerta de España. Pero en los días de sol los visitantes se apostan en las terrazas de las cafeterías y entonces ese minúsculo lugar encajonado entre enormes edificios de tres plantas parece una sucursal del barrio de Saint Germain de París. Bohemia y turismo de masas suelen ser una mezcla de difícil resolución pero en Prats logran convivir con cierto civismo.

Unos kilómetros al sur, en la Garrotxa catalana, Besalú se despereza contemplada por siglos de historia y unas cuantas leyendas que hacen justicia al lugar. Su famoso puente fortificado, inspiración de escritores y alimento del legendario popular, es el icono de la villa medieval. Pero no es el único. Como podemos advertir en otros pueblos pirenaicos, su plaza mayor no es una casualidad urbanística sino un espacio imaginado y deseado por sus gentes, probablemente planificado como un deshago en las tinieblas de la Edad Media. Aquí la llaman la Plaça de la Llibertat y como en Alquezar, los soportales de las casas delatan un pasado de ferias y mercados, potenciado por su condición de cruce de caminos entre Olot, Figueres y Girona. La presencia de la casa consistorial y del bello edificio de la antigua Curia Real (s. XVI), rematan un espacio amplio con categoría de salón del pueblo.

Cerca de Besalú, en pleno Parque Natural de la Zona Volcánica de la Garrotxa, Santa Pau es otro ejemplo de trama urbana de origen medieval, con algunas características muy reconocibles que se manifiestan en otras localidades pirenaicas, como la conservación del recinto amurallado o la sucesión de calles y callizos que responden a necesidades cotidianas como el frío o la construcción en secuencia adosada de las viviendas. Unas se apoyaban sobre las otras. En Santa Pau está la Plaça Major o Firal dels Bous. El propio nombre lo indica, fue lugar de mercado y ferias desde la concesión real otorgada a la villa en 1297. De nuevo los soportales son como el ADN del lugar. Pero en este caso hay algunas excepciones propiciadas por el propio terreno sobre el que se asentó la villa. La plaza es irregular y desnivelada, e incluso los propios arcos muestran formas y tamaños desiguales. Todo el conjunto, sin embargo, transmite un extraño equilibrio, quizá sustentado en la iglesia gótica de Santa María y en el viejo castillo, referente sobre el que se dibujó la disposición un tanto anárquica de la plaza.

Ordesa

Ordesa

El mítico Roldán, rodeado por los árabes, lanzó su espada para poder ver su tierra antes de morir. Durandal atravesó con violencia las paredes de Ordesa y se perdió en el horizonte, dejando una brecha que realmente parece un tajo. Ese abrupto corte es depositario de leyendas y de historias humanas que hablan de contrabando, peregrinos y evadidos. Es uno de los rincones más visitados del espectacular Parque Nacional de Ordesa y Monte Perdido, cuya entrada principal por el bello pueblo de Torla ve pasar cada año a más de medio millón de personas.

Aunque existen cuatro entradas naturales, ésta es la más popular. Desde aquí se domina una de las panorámicas con mayor poder iconográfico de todo el Pirineo; se trata de la cara sur del imponente murallón del macizo de Mondarruego. Torla representa uno de los valores más interesantes de Ordesa; su carácter humanizado. Pese a las figuras de conservación que rigen en el Parque, Ordesa no es una reserva. Existen varios pueblos en su interior y todavía es posible ver explotaciones ganaderas, algo que los biólogos consideran fundamental para la conservación del hábitat. En el valle  siempre hubo presencia humana, como así lo atestiguan las viejas fotos de principios del siglo XX, que muestran la desnudez de grandes extensiones de pastos en lo que hoy son frondosos bosques.  

Desde Torla se inicia el breve trayecto en autobús hasta la gran pradera en la cabecera del valle. La tupida red de pinos, abetos y hayas origina nuevos espacios recogidos en la penumbra que facilitan la conservación de determinadas especies que son endémicas del Pirineo. Otro de los rasgos más característicos de Ordesa es la gran variación de temperaturas y de humedad que se registran a diario, lo que genera profundas inversiones térmicas que quedan perfectamente reflejadas en la distribución de sus pisos vegetales. En sus majestuosos circos, en sus fallas y planicies, en sus impresionantes pliegues se puede observar la orogénesis de la cordillera pirenaica con una soberbia claridad didáctica. El geógrafo francés Franz Schrader describió mejor que nadie a finales del siglo XIX el Paisaje de Ordesa: “es un inmenso poema geológico”.

En la pradera del parque está el infinito. El río Arazas discurre a la derecha y a la izquierda se alza imponente el inconfundible Tozal del Mallo. El gran valle de origen glaciar en forma de U, se adentra durante 15 kilómetros rodeado de impresionantes paredones pétreos de imposible verticalidad, reconocibles por el rojizo de las areniscas y el color grisáceo de las dolomías. Son el ADN de esta maravilla natural, que certifica con exactitud científica que en el pasado todo lo que contemplamos fue un fondo marino. La exuberante vegetación aliviada por los infinitos caminos de agua que surcan las laderas representa un contraste absoluto con los desiertos kársticos de las cumbres del valle, muchas de ellas por encima de los 3.000 metros. Marboré, Cilindro, Taillón y, por supuesto, el Monte Perdido.

Aquí se comenzó a escribir la historia del pirineismo en 1802, cuando el barón alsaciano Ramond de Carbonniéres conquistó la cima por primera vez. No obstante, la leyenda y quizá la lógica, aseguran que los pastores de Ordesa ya lo habían hollado mucho tiempo atrás. Un siglo después, otro compatriota suyo, Lucien Briet, recorrió los senderos de Ordesa y fotografió sus paisajes y sus gentes. Hoy se recuerda con una placa de bronce junto al río Arazas su determinante contribución a la creación del Parque Nacional en 1918.

El recorrido más popular en esta parte del Parque es el que conduce al Circo de Soaso y la famosa Cola de Caballo, un espectacular salto de agua situado a 1.758 metros de altitud, colgado del mismo Perdido. Se trata de una excursión relativamente sencilla y apta para casi todos los públicos. Son cerca de 4 horas de caminata que permiten descifrar buena parte de los arcanos naturales que guarda Ordesa.

Uno de los más valiosos es su fauna,  representada principalmente por la perdiz blanca, el buitre leonado, el singular quebrantahuesos, la marmota o el accesible rebeco. Ya no queda, sin embargo, ningún ejemplar del mítico “bucardo”, una subespecie de la cabra hispánica que desapareció hace algunos años por el afán aniquilador del hombre.

El río Arazas es la principal referencia. Nace en las faldas del Monte Perdido y va a desembocar al Ara, el único río no regulado del Pirineo aragonés. En su curso recibe las aguas de numerosos torrentes y su adaptación a la endiablada orografía convierte su recorrido en una suerte de saltos, cascadas y rápidos de una belleza selvática. Probablemente uno de los lugares más emblemáticos son las Gradas de Soaso, unas curiosas terrazas de origen glaciar en las que el Arazas adquiere formas insospechadas. Como ocurre frecuentemente, el legendario popular atribuyó connotaciones mágicas al lugar.

La belleza casi indómita de este rincón contrasta con el espectacular valle de Añisclo, incorporado al Parque Nacional en 1982 junto a los de Escuain y Pineta. Es un profundo cañón en cuya cabecera tiene un circo de origen glaciar. Al valle se accede desde el pueblo de Escalona por una estrechísima carretera que sigue paralela al curso del río Bellós entre cascadas y correntías.

Trece kilómetros después de Escalona se alcanza el hermoso puente de piedra que salva el cañón y la ermita rupestre de San Urbez, punto de inicio real del conocido como Cañón de Añisclo. En el pintoresco pueblo de Escuaín se encuentran las gargantas del río Yaga, cuyas aguas descienden impetuosas desde el Monte Perdido por una brecha de 200 metros de profundidad.

 

Artículo publicado en el nº 172 de Viajes de National Geographic

Ruta del Solano

Ruta del Solano

La toponimia en el Pirineo es casi siempre un libro abierto. Allí donde aparece el término “solano” no habrá duda de que hallaremos un lugar acariciado con obstinación por los rayos del sol. La conocida como “Ruta del Solano”, en el valle de Benasque, fue en la antigüedad un lugar anhelado por su benigno clima. Atrapar las escasas horas de luz invernal fue el desvelo de los antiguos pobladores y la razón de los inhóspitos asentamientos. Más tarde, cuando las comunicaciones estructuraron las sociedades, aquellos escarpados lugares quedaron a desmano de todo. Pero pasaron a ser un idílico itinerario alejado del turismo de masas. Hoy es un balón de oxígeno en el masificado valle benasqués.

 

La ruta existe, aunque la carretera no aparezca reflejada en muchos mapas. Se trata de una antigua pista que ha sido asfaltada como buenamente ha permitido la tortuosa orografía. En algunos tramos el piso es irregular y en otros el pellizco del vértigo es una sensación somática, pero todo queda compensado por la magnitud de los paisajes. La “Ruta del Solano” une las pequeñas localidades de Eresué, Ramastué, Liri, Arasán y Urmella. La carretera comienza poco después de pasar el Santuario de Guayente, a mano derecha, y se pega de forma endiablada a las faldas del majestuoso pico Gallinero (2.728 m.). Este itinerario alternativo va a morir después de un espasmódico bucle en la carretera que asciende por el Coll de Fades desde Castejón de Sos, en lo que representa la frontera entre la zona axial y la unidad surpirenaica. Es un territorio de escasa demografía, abatido por el inclemente éxodo rural y por los gélidos inviernos de nieve y frío.

 

Así que estamos en un ecosistema de alta montaña de manual. El Gallinero y el Basibé (2.723 m) encima de nosotros, a la derecha la Sierra de Chía, al fondo el macizo del Turbón (2.492). Todo lo que alcanza a ver nuestra vista es un espectáculo de cumbres que rozan los tres mil metros y que subliman el puro paisaje pirenaico. Las montañas mitigan el furor nervioso de las curvas sin parapetos y justifican plenamente este tránsito en el que el tiempo sólo puede tener un valor relativo.

 

El primer pueblo es Eresué. Su reducida dimensión proyecta de forma gráfica las dificultades de la vida cotidiana y las limitaciones de una agricultura de inciertos rendimientos. La simple existencia fue un ejercicio de supervivencia, parecen decir las fachadas de sus casas, orientadas invariablemente al sur. Y es que resulta inevitable transitar entre las evocaciones melancólicas del pasado de la zona y el proceso actual de reinvención, que se manifiesta en una considerable actividad constructora. En todos los pueblos se están rehabilitando viejas casas y se percibe cierto afán por asentar definitivamente el territorio en el siglo XXI.

 

Eresué tiene una hermosa iglesia románica (s. XII) con evidentes influencias lombardas. Es la joya patrimonial más preciada de la ruta. Se accede por el cementerio y destaca por el singular coro ubicado en la parte posterior del edificio. La planta es rectangular con cabecera semicircular. La austeridad del edificio responde bien a las condiciones de vida del lugar y entronca con la tradición del románico del valle del Ésera.

 

La carretera continúa hasta Ramastué. Es probable que en algún momento nos crucemos con un coche en sentido contrario. El embarazoso envite requiere paciencia y mucha prudencia. Ramastué es la localidad más alta de la ruta (1.442 m.). Su apretado casco urbano mantiene la ortodoxia de fachadas con piedra cara vista y una disposición meditada para protegerse de los vientos invernales. En medio, los restos de Casa Riu con su llamativa portada blasonada de medio punto. Como un faro perdido en mitad del vendal, la torre de la antigua iglesia de Santa Eulalia (s. XVI), ahora en ruinas, despunta solitaria con el Turbón al fondo.

 

En el centro de la ruta surge Liri. El nombre del lugar nos transporta directamente al universo onírico de las cascadas de agua y los barrancos. Las populares doce cascadas de Liri son uno de los templos pirenaicos para los amantes del barranquismo. Estas turgencias descienden directamente del pico Gallinero y conforman un entorno natural de una belleza casi mágica. Las corrientes de agua compiten por atraer la atención del viajero con la rampa de lanzamiento que, aseguran los expertos, es una de las mejores de la cordillera para la práctica del parapente. Así que entre barranquistas con neopreno y pilotos se nutre el paisanaje de la zona.

 

Pero Liri tiene además un casco urbano de cierta entidad. Partido en dos por un barranco y asentado sobre una pronunciada ladera, el caserío está presidido por la iglesia de San Martín (s XVI y XVII), que más parece una fortaleza que un tempo religioso. Su posición de vigía sobre una mole rocosa le confiere cierto aspecto defensivo. Fuera del núcleo aparece “Casa La Plana”, que perteneció a los muy influyentes barones de Castanés. El poderío familiar queda constatado por el patio interior con torreón de la vivienda y los restos de una capilla en una de sus esquinas.

 

En el tramo final de la ruta están Arasán y Urmella. La primera todavía conserva algunas edificaciones populares de los siglos XV y XVI, que en el valle del Ésera se caracterizan por tener un patio con portadas doveladas, blasones, jambas y dinteles. Casa de las Primicias, Casa Chuliá o Casa Agustí son los mejores ejemplos. La iglesia de la Asunción tiene una hermosa torre renacentista. En Urmella todavía se pueden apreciar los restos del antiguo monasterio medieval de los santos Justo y Pastor, reconvertido en iglesia parroquial después de unas obras realizadas en 1613. La carretera se precipita en una secuencia interminable de curvas hacia el Coll de Fades, punto de reencuentro con los trazados del siglo XXI y final de una ruta que es toda una retrospectiva de la vida en el Pirineo.

Publicado en el número 73 de la revista El Mundo de los Pirineos.

Otoño

Otoño

Hace unas cuantas semanas tomé un café con Emilio y Kenia. Los muy “jodíos” están ahora en Vietnam. Emilio me regaló una de sus formidables fotografías: Time Square de Nueva York. La tengo ya colgada en mi oficina. Los dos compartimos la misma fascinación por esta ciudad y a los dos nos ha ido uniendo poco a poco el virus bloggero y una común inquietud por muchos temas, casi siempre relacionados con las alcantarillas de esta sociedad y de esta partitocracia que seguimos llamando democracia.

            En aquel café precipitado acabamos hablando del Pirineo; más bien de la visión desenfocada que se suele tener de la vida en la montaña y del lastre ideológico que muchos cargan cuando vienen aquí en busca de una nueva vida. No es fácil, pero de eso uno se da cuenta cuando ya ha caído en la farragosa introspección del alma. Desde mi punto de vista, o más bien a través del filtro de mis sensaciones, no hay nada más triste que un pequeño pueblo pirenaico en una tarde de noviembre. No hay melancolía más punzante que la de unas calles vacías y oscuras, cargadas de silencios y ausencias. En los pueblos pirenaicos esas ausencias se perciben más que en cualquier otro lugar; esas ausencias representan el fracaso de un modelo de vida y la claudicación sin condiciones de una civilización milenaria.

            El hombre solitario acaba convirtiéndose en un ser huraño y asocial, renuente a la convivencia y, finalmente, triste y desnortado. No pretendo trazar un perfil psicológico del hombre rural; soy incapaz de ello. Sólo plasmo las reflexiones que he ido construyendo a lo largo de los años a base de conocer y escuchar historias; a través de la convivencia, a veces fugaz otras más sólida, con hombres y mujeres pirenaicos que me mostraron los jirones causados por una soledad doliente pero, quizá, inconsciente. Una soledad casi somática.

            Muchos podréis rebatir estos argumentos con cientos de ejemplos que muestren lo contrario. Sin duda, los habrá. Pero no habló del individuo como un ente autónomo sino como parte de una sociedad que se desangra sin remisión. La inmensa mayoría de los pueblos del Pirineo aragonés tienen cercana una segura muerte biológica. Hoy son tan solo hermosos barrios residenciales de fin de semana ubicados en parajes de ensueño. Es el resultado de casi un siglo de lenta despoblación, como una sutil pero irreversible eutanasia que ha acabado con una cultura y la ha sustituido por un remedo folclórico sin alma. Como explicaba una vez Severino Pallaruelo, “determinadas tradiciones recuperadas en el Pirineo son como un pájaro disecado”. Lo mismo ocurre con la vida misma en los pueblos.

            En otoño esa melancolía del abandono se vuelve insoportable. Y el ánimo de montañés dibuja un mohín forzado por viejas historias íntimas y unas cuantas frustraciones. Hace poco un amigo, secretario de ayuntamiento en un pueblo pirenaico, me confesaba su derrota: “tengo claro que no nos queda otra alternativa que ser un parque de atracciones, he desistido de luchar por otro futuro, la realidad se ha impuesto tozuda. Nuestros pueblos se mueren”. Aquella declaración ahondó mi pesimismo. En otoño este pesimismo también es insoportable. Tengo la sensación que nos empeñamos en destacar los ejemplos de quienes han venido a vivir con nosotros porque buscamos desesperadamente un signo de esperanza. Tantos se han ido a lo largo de los años y tantos se irán, que la extraordinaria osadía de un ingenuo romántico nos encoge el corazón y nos ilumina el alma. Pero sospecho que es la luz de una vela a punto de apagarse.

 

La foto es de Emilio Mateo en la Semana Santa de Fuentes Claras. Me gusta el lúgubre encanto de esta estampa. Tiene algo del turbador y pretendido pesimismo visual de las fotos de Eugene Smith en Deleitosa.