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Juan Gavasa

Pirineo

5 preguntas sobre el Tratado de los Pirineos

5 preguntas sobre el Tratado de los Pirineos

¿Por qué la Isla de los Faisanes?

Después de muchas y absurdas discusiones, en las que había mucho de representación del poder real, los negociadores de Francia y España eligen la Isla de los Faisanes por ser territorio neutro en mitad de un río por cuya soberanía pugnan las dos monarquías desde hace tiempo. Ambas delegaciones construyen sendos puentes de acceso y una barraca en la que se celebrarán las reuniones. Compiten por hacer la barraca más espectacular y las decoraciones más exuberantes, pero acaban pareciéndose en fondo y forma. Se trata de una grandilocuente puesta en escena, con séquitos inmensos (duques, marqueses, condes, arzobispos, obispos y soldados), que pretende impresionar e intimidar a base de alardes de fuerza y riqueza. Sobre todo Mazarino.

En la Isla de los Faisanes –en la actualidad el condominio más pequeño del mundo-, había sido escenario habitual de ceremonias y celebraciones reales y este pedigrí pudo tanto como su carácter neutral. El politólogo Luis Ignacio Sáinz ha indicado que la Isla y el Bidasoa “representan literalmente un espacio simbólico de la no-identidad, ser errante que se niega ibérico y también rehúsa asumirse galo”.

En la isla tuvo lugar casi un año después los esponsales entre María Teresa de España y Luis XIV de Francia, previo encuentro de los soberanos el 7 de junio. Diego de Velázquez fue el decorador de los espacios españoles en la sala donde se realizó la boda. El esfuerzo del encargó le dejó en un estado pésimo de salud. Al regresar a Madrid, agotado, enfermó de viruela y falleció 2 meses después, el 6 de agosto.

 

¿Por qué Francia quería el Rosellón y Cerdanya?

Aunque el viejo condado del Rosellón pertenecía al rey de Aragón desde 1172, la discusión sobre su legítima pertenencia fue uno de los debates más acalorados en las conferencias del Tratado. Francia quería hacer efectiva su soberanía política “de facto” sobre esos territorios que había ocupado intermitentemente a lo largo de los dos últimos siglos aprovechando diversas guerras. Mazarino contaba con el consejo de buenos asesores, expertos historiadores y profundos conocedores del territorio, como el arzobispo Pierre de Marca o el catalán Ramón Trobat, que es el que insiste a Mazarino sobre la importancia de incorporar el Conflent porque es dependiente del Rosellón. Para ello esgrime que en ambos territorios corre la misma moneda que se labra en Perpignan, que están bajo la misma jurisdicción y que cuando estuvo empeñado el Rosellón a la Corona Francesa siempre fue incluido aquel Condado del Conflent”.  Sus argumentaciones no encontraron réplica consistente en la fútil delegación hispana.

En 1462 la Generalitat catalana pacta en su guerra con Juan II la ayuda francesa de Luis XI en 200.000 doblas de oro y pone como garantía la Cerdanya el Rosellón que pasarían al reino francés en caso de no pagarse, como así fue hasta 1493. En 1641, en plena Guerra  del Segadors, Catalunya pide ayuda al rey francés Luis XIII en su guerra con Felipe IV. Los franceses conquistan Perpignan y Roses y ocupan la fortaleza de Salces, que ya no abandonarían. Así pues, en la Isla de los Faisanes Francia defendió una política de hechos consumados en la que España le facilitó buena parte de su argumentario. El historiador José Sanabre recordaba que ya en 1647 España había ofrecido el Rosellón a Francia porque “se había convertido en el refugio de los exiliados catalanes contrario a Madrid y porque tenía una población mayoritariamente francesa”. Se ha especulado también con la teoría de que España quería debilitar el principado catalán amputándole su segunda ciudad más importante, Perpignan, que mantenía importantes rivalidades comerciales con Barcelona. La historiografía francesa de los siglos XIX y XX se ha acostumbrado a hablar de “retorno del Rosellón” a Francia cuando habla del Tratado o de “dominación española”, al periodo comprendido entre 1493 y 1642.

 

¿Por qué no se discute el Val d’Aran pese a su orientación septentrional?

Como explica el historiador Óscar Jané, el Val d’Aran no supone un tema conflictivo en las negociaciones. Por un lado, precisamente por esta idea subyacente del espacio a cambio del de Cerdaña, pero luego, fundamentalmente por dos razones: la fidelidad a Felipe IV y las tradiciones institucionales, jurídicas e históricas del valle, que lo ligaban claramente al Principado de Cataluña. La “existencia” de este caso ya es una muestra clara de inconsistencia de la idea de las “fronteras naturales” que durante tanto tiempo se ha defendido. De hecho, todo hay que decirlo, si bien el caso del Val d’Aran no es fundamental en 1659, sí que estará sobre la mesa en épocas posteriores, incluso en la década de 1920, posteriormente a la Primera Guerra Mundial, cuando los negociadores franceses por Europa y sobretodo África del Norte, eran buenos conocedores del Pirineo catalán.

 

¿Cuál fue la reacción en Catalunya a los acuerdos del Tratado?

Las negociaciones que dan pie  a la paz de 1659 se iniciaron el mismo año en que se inició la guerra oficialmente, 1635. Esto es algo que parece poco importante, pero da idea de la pausa de los diplomáticos de la época. En cualquier caso, las negociaciones se aceleraron en 1656 en una reunión en Madrid donde se encontraron representantes de Francia y España. El momento culminante se produce en París, a principios de 1659, donde casi todo está cerrado salvo la frontera catalana, que se concretará en la Isla de los Faisanes. La lógica jurídica de la época obligaba a comunicarlo a las Cortes Catalanas, o en su defecto a la Generalitat. Las autoridades catalanas ya no eran las mismas que en 1652, la represión había sido importante también, y por otro lado, en todo momento las autoridades hispánicas fueron negando en sus comunicados cualquier cesión del Rosellón a Francia a pesar de los insistentes rumores. Ante éstos, la Generalitat envió una delegación al País Vasco, pero ya era tarde, pues a su llegada, un mes más tarde de la firma, nada se podía hacer. El rey hizo celebrar la Paz en todo el reino, incluido Barcelona. Pocos son los comunicados oficiales de la época en el Principado celebrando el contenido del tratado, aunque algún dietario, como el de Miquel Parets, un barcelonés de la época, testifican del duro golpe que suponía para la integridad y privilegios de Cataluña esa pérdida.

Hay que esperar al siglo XIX y, sobretodo, a los trabajos de Josep Sanabre ya a mediados del siglo XX, para entrever el Tratado como un atentado a la identidad catalana en la historiografía del Principado y Rosellón. Esto se ha ido matizando entre lo que representó en la época, y los efectos posteriores que tuvo el tratado, tanto en lo que respecta a la pérdida territorial, como en los ataques a la lengua y cultura catalanas en el norte del país que quedó bajo soberanía de Francia. Pero esto es algo que, como todo en la historia, tiene el “defecto” de la mirada a posteriori. En 2009 tuvo lugar un congreso internacional entre Barcelona y Perpiñán donde especialistas de todo el mundo matizaron y ahondaron en estos temas. Por otro lado, y como curiosidad, alguna vez se ha planteado el debate de Perpiñán como territorio español frente a las insistentes demandas de Gibraltar por parte del Estado. De hecho, solo les separa 50 años y tratados similares. Sin embargo, la ironía de las visiones “naturales” del territorio peninsular, difícilmente harán que ningún diplomático español  exprese nunca este hecho.

 

¿Cómo se hace la frontera?

La frontera acordada en el Tratado de los Pirineos en 1659 no se define sobre el terreno hasta dos siglos después. De 1856 a 1868 la Comisión Mixta de Límites creada por ambos países trabajó in situ para establecer los deslindes de la frontera. El sector vasco-navarro se definió en 1856. El sector pirenaico de Aragón se hizo en 1862, el tramo entre la frontera oscense y Lleida en 1866 y de Andorra hasta el Mediterráneo en 1868. Los Tratados de Bayona, firmados durante los mandatos de Isabel II y Napoleón III, determinaron la línea fronteriza que hoy perdura. Para ello se colocaron 602 mojones a lo largo de toda la cordillera, numerados de oeste a este desde las orillas del Bidasoa hasta el Cap de Cèrber. Otros 45 mojones establecen la frontera alrededor de Llivia.

Para definir cada metro de frontera los responsables de la Comisión tuvieron que atender viejos litigios entre vecinos y soportar todo tipo de presiones de índole social, económica o política. Se intenta aprovechar el Tratado para resolver los viejos conflictos vecinales, aunque no siempre se logra. Por eso se crea la Comisión Internacional de los Pirineos (CIP), para velar por el cumplimiento de las resoluciones o mediar en nuevos conflictos.

En Navarra y Guipuzcoa, el río Bidasoa se parte en dos para compartir soberanía después de siglos de enfrentamientos entre Hendaya y Hondarribia. Se divide también el bosque de Irati –de gran valor para la explotación maderera de los dos estados-, y se separan los pastos de Kintoa, agudizando el viejo conflicto entre comunidades. Valcarlos/Luzaide, pese a su intromisión en territorio francés, sigue siendo navarro. En Zugarramurdi y Urdaz la frontera siguen siendo las regatas comúnmente admitidas como línea divisoria. Hasta la frontera con Aragón las crestas ya marcan la frontera. Continuará así en las provincias de Huesca y Lleida, donde apenas existen conflictos para resolver que sean las cumbres y divisorias de aguas las que determinen la frontera. La Val d’Aran es una excepción en la que se dan situaciones como el río Garona, que nace en Cataluña y desemboca en Francia. En Girona la historia es conocida. Hasta el Cap de Creus, Roses y Cadaqués estuvieron en discusión hasta el último minuto.

El Tratado de los Pirineos (I)

El Tratado de los Pirineos (I)

El Tratado de los Pirineos firmado en 1659 entre España y Francia supuso el final de las hostilidades que mantenían ambos países desde 1635 dentro de la conocida como Guerra de los Treinta Años. Aunque en 1648 se había firmado la Paz de Westfalia, que sellaba el final de este conflicto europeo, España y Francia habían prolongado la confrontación bélica con unas consecuencias ruinosas para la corona hispana. La paz era la única salida al desastre. Desde el 7 de agosto hasta el 13 de noviembre estuvieron reunidas en la Isla de los Faisanes (sobre el río Bidasoa), las nutridas delegaciones de ambas monarquías, encabezadas por el representante español de Felipe IV, Luis de Haro, y el cardenal Mazarino en nombre de Luis XIV de Francia.  Los plenipotenciarios debatieron sobre el documento que ambos ya habían consensuado en Paris el 5 de junio de ese mismo año y que sentaría las bases del acuerdo definitivo.

El Tratado quedó plasmado en 124 artículos: España entregaba a Francia el Rosellón, el Conflent, el Vallespir y una parte de la Cerdanya, todos ellos territorios de la vertiente septentrional que las tropas francesas habían ocupado al acudir en apoyo de los sublevados catalanes contra España en 1640. Se fijaba la cordillera pirenaica como frontera entre ambas monarquías, aunque se dejaba su definición para futuras negociaciones que quedarían plasmadas en tratados específicos derivados del principal. Pero pese al nombre con el que ha pasado a la historia, el Tratado no fue ni mucho menos un acuerdo secundario ni local. España entregó además a Francia el condado de Artois y varias plazas fuertes en Flandes, Hainaut y Luxemburgo, lo que originó sustanciales cambios en el mapa de fuerzas europeo.

Finalmente se pactó la boda, de alto valor político, entre Luis XIV de Francia y Maria Teresa de Austria, hija de Felipe IV, cuya dote se estableció en medio millón de escudos de oro a cambio de renunciar a sus derechos sucesorios al trono de España. Esta dote nunca llegó a pagarse y la pretendida “paz duradera” de la Isla de los Faisanes apenas duró siete años. Luis XIV consideró anulado el Tratado y se reiniciaron las hostilidades que derivarían en 1702 en la Guerra de Sucesión Española. Lo resumido hasta ahora está en los libros de historia. Lo que no suele contarse es de qué modo las arbitrarias decisiones políticas de dos reyes, adoptadas a espaldas de sus súbditos, afectaron a la vida cotidiana de los pirenaicos y condicionaron para siempre el destino del territorio en el que habitan.

Los libros de geografía e historia suelen referirse a los Pirineos como la “frontera natural” entre España y Francia. Esta versión generalizada confunde lo físico con lo convencional; es decir, acepta como algo natural una circunstancia que forma parte de un proceso humano, como si la frontera fuera un hecho dado en origen cuando, como señala el filósofo Will Kymlicka, “casi siempre ha venido determinada por factores que ahora reconocemos ilegítimos”. Aunque bien es cierto que la de los Pirineos es una de las fronteras más antiguas y estables de Europa, su determinación como tal en el Tratado de los Pirineos generó una serie de trastornos económicos, políticos, sociales y culturales que todavía hoy permanecen vigentes. La simple naturaleza fronteriza del Pirineo sobrevenida de aquel acuerdo, con toda la panoplia de aduanas, fortalezas, lindes, amojonamientos y despliegues militares, vino a sustituir de manera abrupta el escenario de convivencia y pacto en el que se habían desarrollado desde tiempos inmemoriales las relaciones entre los pirenaicos de ambas vertientes.

En la Isla de los Faisanes las dos monarquías hicieron un reparto arbitrario y desigual siguiendo un límite en apariencia simple y que respondía –explicaron entonces-,  a razones geográficas, topográficas y lineales. Algunos historiadores han hablado de “racionalismo cartesiano” para explicar aquella frontera que se dibujó siguiendo supuestamente las crestas y cumbres pirenaicas, y las divisorias de aguas. Los franceses defendían que ésta era la “frontera natural”, y acudían a los textos latinos para argumentar que ya había sido la línea divisoria en época romana, la raya entre las Galias e Hispania. La delegación española encabezada por Luis de Haro intentaba contrarrestar el ímpetu del cardenal Mazarino y su erudito séquito de asesores con tibios y poco documentados razonamientos que se limitaban a sostener una idea volátil de “frontera comúnmente admitida”.

Disfrazada con la falsedad interesada de la racionalidad finalmente se pactó la  frontera que pretendía Francia para guarnecer sus intereses estratégicos en el sur de su territorio, que en el 45% de su trazado acabaría alejada de esa línea de crestas tan reivindicada. Si pasamos del papel al terreno comprobaremos que hay valles que se cortan por la mitad, ríos que son fronterizos, grandes espacios en las vertientes de la sierra e incluso islotes en suelo ajeno, como la villa de Llivia. En última instancia se decide partir la Cerdanya, una unidad lingüística y humana, sin que a nadie le tiemble el pulso. Es el famoso artículo 42 del Tratado

Es decir; la frontera nunca sería la natural sino la consecuencia de negociaciones y mercadeos políticos en los que ambas coronas buscaban objetivos de mayor envergadura. La paz era uno de ellos; pero también la necesidad de reducir los esfuerzos bélicos y aliviar las maltrechas arcas reales con el intercambio de territorios como si fueran cromos, y el deseo último de perdurar como dinastía. La historiadora Eva Serra i Puig ha recordado que “Catalunya no era más que un teatro de distracción de los principales campos de batalla” de ambas monarquías. También el investigador de la Universidad Autónoma de Barcelona y especialista en fronteras, Oscar Jané, ha manifestado en reiteradas ocasiones que el Tratado de los Pirineos tiene un carácter internacional, “es el referente principal de la explosión diplomática del siglo XVII y el principal hito en la construcción “ideopedagógica” de las fronteras naturales”.

La Paz de Westfalia firmada sólo once años antes, y que había cerrado en falso la Guerra de los Treinta años, había oficializado el novedoso concepto de estado nación en contraposición con los viejos estados feudales que perecían fagocitados por las grandes monarquías europeas. En ese nuevo tiempo, la definición de las fronteras y los límites territoriales era una prioridad de los imperios para precisar su poder y hacer eficaz su aparato administrativo.

Si alguna conclusión se puede extraer, por lo tanto, del Tratado de los Pirineos es que supuso “el exterminio diferido de una casa dinástica y la redistribución imperial de la geografía, primero europea y después mundial”, en palabras del profesor de Ciencias Políticas, Luis Ignacio Sanz. El resumen sería que en la Isla de los Faisanes se escenificó el declive de la monarquía española y el auge imparable de la francesa con los estados italianos e Inglaterra pendientes de la jugada.

España salía de una ruinosa aventura que la había dejada maltrecha, con la lengua fuera y la autoestima por los suelos. La Guerra de los Treinta años había precipitado su ya por entonces irrefrenable decadencia. Sus enemigos lo sabían y en las conferencias del Tratado de los Pirineos el cardenal Mazarino y su equipo de brillantes asesores forzaron la situación una y otra vez para ampliar el botín en juego. La debilidad del rival y su obsesión por firmar la paz a cualquier precio facilitaron las cosas al signatario francés. Hay una frase del plenipotenciario español Luis de Haro que resume la situación: “los enemigos nos dan lo que nos dejan y nosotros les dejamos lo que de ninguna manera podríamos recuperar ni defender”.

¿Qué ocurrió después? Tras el fracaso de la conferencia de Ceret celebrada en marzo de 1660 para establecer con precisión los nuevos límites pactados, el 12 de noviembre de 1660 se firma el Tratado de Llivia por el cual 33 pueblos de la Vall de Querol pasan a administración francesa, salvo Llivia, por tener categoría de villa. Se consumaba la amputación de un territorio histórico. La monarquía de Luis XIV desplegó de inmediato su estructura administrativa y creó el Consell Sobirá del Roselló, que sustituía a la Generalitat y la Audiencia. Francia descubre pronto que sus políticas unitaristas no son bien recibidas en sus nuevas posesiones y lo comprueba en carne propia con la revuelta fiscal de “los Angelets” (1667-70) por los impuestos sobre la sal, que esconde en realidad un descontento social que tardará décadas en aplacarse. Conspiraciones varias y una nueva escalada de tensiones con España fuerzan la fortificación de la frontera con el sello del prestigioso mariscal Vauban, ejemplarizada en el castillo de Montlluis (1679), y confirman que ambas coronas quieren convertir a Catalunya en una frontera militar. Se produce así un éxodo interior de afines y represaliados que causa un brutal impacto social y económico. Los desgarros en el tejido sociológico del territorio son considerables.

Y así es como se certifica la distancia sideral entre un acuerdo plasmado en un papel y su aplicación sobre el terreno. La lista de rectificaciones es interminable. Se incumple lo pactado respecto a la libre circulación de ciudadanos y derechos lingüísticos que reconocía el Tratado. Hay diversos artículos de carácter comercial y de derechos individuales que prevén libertad de comercio, de circulación de personas y mercancías en unas condiciones totalmente favorables a los negocios de los comerciantes franceses.  Como indica Eva Serra i Puig, una de las principales consecuencias de la irrupción de la frontera y el consiguiente marco socioeconómico fue la distorsión de las “relaciones históricas que tenían lógicas económicas propias”. La mayor de esas distorsiones fue el nacimiento del contrabando, deslinde semántico para juzgar lo que hasta entonces habían sido simples relaciones comerciales.  Hay un hecho evidente que pone de manifiesto lo que los sociólogos e historiadores tratan de explicar como el “trauma de la frontera”. Se trata del desajuste que se crea entre jurisdicción y territorio o entre naturaleza y soberano que, sobre todo, se hará patente en Francia.

En la Catalunya bajo administración francesa pagaban impuestos los ceretanos franceses pero no los hispanos con propiedades en Francia. La distinción que consagraba el Tratado entre naturaleza y territorio permitía a los ceretanos explotar la contradicción fiscal de la monarquía francesa tanto en la compra de terrenos como en las declaraciones de residencia. El Tratado en una primera fase pretendió permeabilizar la frontera para garantizar la continuidad de las relaciones patrimoniales, comerciales o familiares. Pero ese propósito hizo aflorar las incongruencias de una “esquizofrenia binacional” y los dos estados cayeron en la trampa de la propia insensatez de sus acuerdos.

En realidad, aquel proceso de conformación del nuevo espacio administrativo surgido del desguace de un territorio histórico con realidades consolidadas ofrece similitudes con el actual proceso de construcción europea. La dificultad para adaptar las decisiones políticas al espacio jurídico, social y geográfico ya existente fue algo que no previeron los negociadores del Tratado. Como recuerda el historiador Óscar Jané, diversas fronteras se superponen al pacto diplomático: frontera política, lingüística, religiosa, jurídica, terrestre… “todas ellas se entrecruzan en el espacio frontera como lugares anormales”, señala. El hispanista francés Pierre Vilar pensaba en los Pirineos cuando esgrimió su teoría de que “es en las fronteras donde se observa mejor la historia del mundo”. La creación de un límite que no respondía para nada a la teoría sostenida con tenacidad por Mazarino de las “fronteras naturales”, generó una serie de distorsiones en el día a día tan notable que tuvo como consecuencia final la inevitable y estrepitosa militarización de la zona. El geógrafo Joan Capdevilla y Subirana  lo ha descrito gráficamente en su libro “Historia del deslinde de la frontera hispano-francesa. Del Tratado de los Pirineos a los Tratados de Bayona”: “La línea fronteriza es un artificio, no proyecta sombra pero está muy presente en la vida cotidiana”.

La larga evolución en la conformación de la frontera se prolongó hasta inicios del siglo XX. Fue entonces –casi tres siglos después-, cuando los historiadores consideran irreversible el paso de una frontera militar a una política. La identidad catalana se mantuvo con relativa fortaleza hasta entonces, momento en el que los procesos históricos individuales de cada estado generaron sus propias identidades nacionales. La puntilla habían sido los Tratados de Baiona (1856-1868), resultado de los trabajos de la Comisión Mixta de Límites creada por ambos estados para coser definitivamente la herida abierta en la Isla de los Faisanes en 1659. Cuando concluyeron su procelosa labor de deslinde, la frontera militar se convirtió en una verdadera frontera política. Durante los dos siglos anteriores Francia y España habían sido testigos de los conflictos permanentes que generaba la nueva frontera entre los habitantes pirenaicos. Capdevila i Subirana recuerda que están documentadas “cruentas luchas entre vecinos por la posesión y el uso del territorio, informes sobre mojones que son movidos con nocturnidad, quejas sobre aprehensiones ilegales de ganado y denuncias sobre canales de riego derivados por los vecinos aguas arriba”. Estaba claro que los Pirineos no eran una frontera natural.

Así es que la famosa Comisión Mixta se dedicó a desfacer entuertos vecinales mientras iba deslindando cada palmo de frontera bajo presiones de los nativos y el ojo escrutador de Paris y Madrid en el horizonte. Resolvieron numerosas cuestiones relacionadas con los usos y aprovechamientos de pastos, aguas, pesca, propiedades divididas, pasos… “La mayoría de litigios tenían siglos de existencia”, revelaba el General Callier al ministro francés de Asuntos exteriores en 1868. Pero también acabaron de definir la irracional frontera con la división del Bidasoa, el bosque de Irati o la definitiva incorporación de Lapurdi, Zuberoa y la Baja Navarra a Francia.

En 1875 se creó la Comisión Internacional de los Pirineos para certificar anualmente esta frontera y resolver nuevos conflictos. Es una de las más antiguas de Europa y todavía mantiene sus funciones. Porque la frontera, como cualquier hábitat humano, es un espacio vivo y en constante evolución. Por eso esta Comisión, un remiendo más del roto de la Isla de los Faisanes, ha sido importante en los últimos años para intervenir en nuevos problemas surgidos del progreso que Haro y Mazarino ni siquiera podían haber imaginado en sueños: problemas con las carreteras, trazados de trenes, construcción de puentes y túneles, trabajadores fronterizos o turismo de montaña. Consecuencias de la modernidad que han provocado nuevas modificaciones de la frontera apenas perceptibles.  Sobre todos estos aspectos ha mediado en los últimos años la Comisión.

El sociólogo David Baringo afirma que “es notorio que el efecto del Tratado tuvo mayor repercusión social y política en los extremos de la cordillera que en el tramo central”, donde las altas cumbres sí que habían ejercido tradicionalmente de algún modo de límite físico. De hecho, los trabajos de la Comisión Mixta se enfrentaron con puntos conflictivos en Euskadi, Navarra y, sobre todo, en Catalunya, donde el estigma de la frontera había arraigado de forma en ocasiones dramática.  Pero la consolidación de los estados nación y sobre todo la Primera Guerra Mundial y la dictadura franquista sirvieron para robustecer un sentimiento nacionalista francés en la Catalunya norte y levantar una frontera mental y emocional, mucho más sólida que la política. El profesor de la Universidad Autónoma de Barcelona, Enric Pujol, señala que el siglo XX ha sido el de la “francesización profunda de la Catalunya norte pero también el de la recuperación de una conciencia nacional catalana”. Sin embargo, este sentimiento de pertenencia a una misma comunidad cultural o histórica no tiene expresión política. En las últimas elecciones regionales francesas celebradas en 2010 no hubo candidaturas en el departamento de los Pirineos Orientales que llevaran ese discurso catalanista. Lo mismo ocurre con matices en Euskal Herría, donde las candidaturas nacionalistas en la región de Aquitania (EAJ-PNV y Abertzaleen Batasuna), apenas alcanzaron el 1% de los votos.

La realidad es que en plena crisis de la idea de Europa se abren nuevas reflexiones que devuelven al primer plano la vigencia de viejos tratados como el de los Pirineos. El Tratado de Schengen de libre circulación de personas o la moneda única han servido para demoler las servidumbres del espacio fronterizo levantado durante siglos pero, sin embargo, han elevado a la superficie la pesada losa de un proceso histórico que ha acabado siendo más efectivo que la propia frontera pirenaica. La contraposición de dos estados; uno centralista y otro descentralizado con sus diferentes aparatos burocráticos, ha evidenciado la dificultad para establecer nuevos espacios de convivencia reales. Óscar Jané lo ha resumido bien: “cuando tendríamos que hablar de convivencia ya sólo podemos hablar de cooperación”. Y esto se ha revelado como un mojón más de la frontera establecida hace 353 años. 

Artículo publicado en el número 89 de la revista El Mundo de los Pirineos

Adams & Camara, rock alucinógeno

La primera vez que Justin Adams y Juldeh Camara entrelazaron su guitarra eléctrica y su ritti (violín de una cuerda) aseguran haber experimentado una sensación casi mística. Lo han contado detalladamente en diversas entrevistas en las que suelen explicar la sorpresa que les causó la inesperada compatibilidad entre ambos instrumentos de cuerda, tan familiares en la técnica como lejanos en la geografía. El británico Adams apeló a la “buena “suerte”, el gambiano Camara a “los espíritus”; cuestión de orígenes.

Justin Adams y Juldeh Camara, JuJu en adelante, protagonizan uno de los experimentos musicales más transgresores e innovadores de la última década. Desde su disco de estreno “Soul Science” (2007), han catalizado una serie de energías sensoriales que se manifiestan en forma de canciones confeccionadas a partir de densas atmósferas, sonoridades distorsionadas, lenguajes indescifrables y dos espíritus en constante reto; el R&B de Adams y el afro blues de Camara. De esa conjunción de elementos de antropología musical emana un nuevo estilo en el que dialogan el jazz, el rock tradicional, el trance africano y el blues por encima de todas las cosas. Y se trata de una música personal e intransferible gracias al sonido hipnótico del ritti de Camara, ese violín de una cuerda tradicional del África occidental del que el gambiano es su intérprete más deslumbrante.

“Imagina a los primeros Stones liderados por Alí Farka Toure”. Así intentó explicar a sus lectores el periodista del diario británico The Telegraph, Mark Hudson, el sonido que habían pergeñado Justin Adams y Juldeh Camara en su primer disco. Después siguió el torrente habitual de comparaciones con otros nombres del espectro anglosajón, tan del gusto de la prensa especializada del Reino Unido, sobre todo si se trata de un producto exótico. Y en este punto parece que los devaneos teóricos apuntaban con tino hacia una secuencia de influencias que fácilmente se puede reconocer en la música de JuJu, principalmente en la parte que corresponde al guitarrista británico. Está clara la de Led Zeppelin –consagrada en su estrecha relación con Robert Plant-, The Clash, Muddy Waters, Johnny Otis o los riff de Bo Diddley. La pista también se pierde en algunos discos clásicos como el “Exile on main street” de los Rolling Stones. En cualquier caso, parece un juego de comparativas ciertamente liviano e insustancial en tanto que la propuesta de Adams y Camara es tan personal e insólita que no admite referencias absolutas.

Justin Adams es uno de los guitarristas más interesantes e innovadores de la escena británica. Curtido en el punk, de él han dicho en su país que es conocido como “el segundo hombre que más trabaja en la música mundial”. No han aportado pistas sobre quién ocupa el primer lugar. Pero es verdad que su actividad es frenética. Adams evolucionó hacia los registros del blues y del R&B, donde ha desarrollado en los últimos veinte años una fértil trayectoria vinculada a la vanguardia del World Music con gente como Jah Wobble, Natacha Atlas, Peter Gabriel, Brian Eno, Billy Bragg o Lo’Jo. Aquí surgió su interés por el conocimiento de las músicas africanas, que influyeron de manera notable en su manera de tocar la guitarra y por derivaciones antropológicas le acabaron arrastrando hasta Nueva Orleans.

El cantante de Gambia Juldeh Camara está considerado el maestro del ritti, un violín redondo de una cuerda que exuda un sonido zumbón que engarza con el trance o la sicodelia y a veces se confunde con una vieja armónica de blues. Es un virtuoso capaz de elevar la categoría y protagonismo de un instrumento en apariencia sencillo y menor. También toca el kologo, un banjo tradicional de Ghana.  Juldeh creció junto a su padre ciego, un griot (poeta y narrador de historias en el África Occidental), del que aprendió la técnica del ritt y también esa forma de cantar y de interpretar con ironía, declamaciones apasionadas y lamentos vocales. Camara tiene una larga trayectoria a sus espaldas, con colaboraciones estables en bandas tan importantes de la escena africana como sus compatriotas Ifang Bondi, Zubop Gambia o The Blind Boys of Alabama.

Los caminos de Adams y Camara se encontraron hace casi una década como una consecuencia inevitable del destino. Sus vidas  habían tenido muchas cosas en común que pronto sustanciarían la dupla musical. A la pasión por los instrumentos de cuerda se unió una infancia muy parecida de viajes y trasiegos; cada uno a su manera, cada uno en sus circunstancias. Adams era hijo de un diplomático que pasó su infancia y juventud viajando por África del norte y el Medio Oriente. Cámara era el hijo de un griot fulani, un pueblo nómada que se desplazaba por vastas regiones del África occidental. Así crecieron, asimilando culturas y sonidos. Cuando Justin Adams afirmaba en una reciente entrevista que “lo más bonito para mi es crear un sonido e imaginarlo más allá de las fronteras”, eran reconocibles las evocaciones que remitían a su infancia.

Desde “Soul Science” (2007) –con el que ganaron el premio World Music de la BBC al “mejor cruce de culturas-“, han producido dos discos más: “Tell No Lie” (2009) y el reciente “In Trance” grabado como un disco en directo en los estudios Real World, propiedad de Peter Gabriel. La revista “Rolling Stones” lo ha calificado como “fascinante” y “Jazz Magazine” como “uno de los discos más radicales del año”. El dub reggae y el jazz irrumpen con más fuerza que en las anteriores grabaciones, como parte de un proceso evolutivo en el que han influido notablemente los otros dos componentes de la banda; el bajista Billy Fuller y el percusionista Dave Smith. El primero ha colaborado con Massive Attack y con Geoff Barrow de Portishead. El segundo procede de los ambientes jazzy de Londres. Con estas credenciales es fácil entender las nuevas influencias que se incorporan a esta maraña de sonidos.

 JuJu ha actuado en directo con Robert Plant, que siente verdadera admiración por ellos. De hecho, el exlíder de Led Zepellin les ha elegido junto a John Baggot (teclista de Massive Attack), para formar su nueva banda The Sensational Space Shifters, que se presentará oficialmente a finales de julio  en el trigésimo aniversario del famoso festival Womad. Es en directo donde el grupo que lideran Adams y Camara alcanza su estado pleno de inspiración. Su arquitectura es caótica y salvaje, con síncopes y disonancias que alumbran un paisaje sonoro hipnótico, como solo puede resultar del  cruce entre el trance, la sicodelía, el viejo blues y ese ritti de Camara tan perturbador.

 

Guara

Guara

 “Edgar Allan Poe no hubiese podido imaginar nada mejor para la puesta en escena de uno de sus fantásticos relatos”. El viajero Albert Lequeutre, sobrecogido y fascinado, se refería así al barranco de Mascún en el trayecto que realizó por Sierra de Guara en 1871. Sus evocaciones quedaron impresas con una prosa precipitada pero atildada en su cuaderno de viaje junto a otras reflexiones de similar registro. La literatura fue frecuentemente, cuando la fotografía todavía no tenía la virtud de la  réplica y la pintura era tan solo accesible para una élite cultivada, el territorio en el que se expresaron certeramente las impresiones del viajero.

            La Sierra de Guara, esa inmensa montaña calcárea completamente hueca, despertó la inspiración de viajeros y escritores que apenas acertaban a dar con el adjetivo preciso para describir ese perturbador desafío de la naturaleza. “Las abandonadas soledades de esta áspera tierra”, como escribió el inolvidable naturalista David Gómez, perfilan paisajes de una belleza dura y doliente. “Si alguien se atreviera a dibujar esta extraña fantasía de la naturaleza, lo tratarán de embaucador” sentenciaba en el mismo viaje Lequeutre.

            Y qué decir de la experiencia casi iniciática de Lucien Briet a su paso por el estrecho de La Tamara. “No se puede imaginar nada más transitable” escribía, pensando seguramente en la manera más directa de provocar a las mentes ansiosas de aventura de sus lectores parisinos. “El cielo apenas atreve a mirarse” sentenció para zanjar el inquietante dilema entre explicar el realismo de unos paisajes inexplicables o azuzar la imaginación de quien anhelara adentrarse en las inhóspitas gargantas de la Peonera.

            ¿Era bello o era insólito? Seguramente las dos cosas. Briet dijo de Guara que “a pesar de su tristeza y de su falta de belleza, las sierras acaban por ser atractivas”. Los viajeros del XIX y de principios del XX transitan entre la admiración y el desconcierto cuando se enfrentan a Guara. Las convenciones de la época y el tipismo que dirige frecuentemente el tour son impermeables a la sorpresa. Cierto gregarismo habilitado a través de las recurrentes guías de viajes no deja espacio a la iniciativa individual. Y Guara requiere la contemplación desacomplejada y casi libertina, como quien se enfrenta por primera vez al espectáculo del impresionismo pictórico, contemporáneo de aquellos viajeros franceses en el Pirineo. En cierta medida las sobrehumanas edificaciones kársticas, las vigorosas gargantas fabricadas en siglos de erosión fluvial inerme y las infinitas galerías que surcan  el interior de sus montañas son el resultado de una distorsión de la realidad iniciada hace 50 millones de años.

            La otra distorsión se forjó en la mente del viajero y en su percepción del paisaje. Ocurrió en el último tercio del siglo XX, cuando lo que durante siglos habían sido inquietantes e inhóspitos barrancos que pertenecían al lado más sombrío del imaginario popular, se convirtieron de repente en atractivas formas de la naturaleza que permitían nuevos placeres y una capacidad lúdica ilimitada. La sociedad del ocio devoró a la milenaria civilización pirenaica, colapsada entre atávicos miedos y supersticiones. Esa transformación del paisaje ante los ojos del viajero ha sido la gran revolución que ha convertido a Guara en uno de los paraísos de ocio del Prepirineo.

            En 1990 se creó oficialmente el Parque Natural de la Sierra y Cañones de Guara, que lo dotaba de las principales figuras de protección y reconocía su estructura territorial como una misma unidad. 47.450 hectáreas integran el Parque más 33.775 hectáreas correspondientes a la zona periférica de protección. Guara abarca los municipios de Abiego, Adahuesca, Alquézar, Arguís, Bárcabo, Nierge, Boltaña, Caldearenas, Casbas de Huesca, Colungo, Loporzano y Nueno. También un pedazo de los extensos términos municipales de Sabiñánigo y Huesca pertenecen a la zona protegida.

            El Parque se constituye así en un espacio con identidad propia, marcado por profundos contrastes entre los paisajes y el clima de las vertientes norte y sur. Su ubicación entre los Pirineos y el Valle del Ebro le confiere unas características climáticas específicas; mezcla del atlántico y mediterráneo. En la cima del Tozal de Guara, cumbre del Parque con 2.077 m se aprecia en toda su plenitud la estratégica ubicación: al norte la cordillera pirenaica en su inmensidad y al sur los Monegros oscenses.

            El interior del territorio se articula de oeste a este mediante las sierras de Gabardiella, Guara, Arangol, Balced y Sevil. Los ríos Flumen, Guatizalema, Calcón, Formiga, Alcanadre, Isuela y Vero cruzan  el Parque y se constituyen, junto a sus afluentes, en el principal atractivo del Parque con espectaculares gargantas, barrancos y resaltes; paraíso anual de miles de barranquistas. La naturaleza se materializó aquí de manera singular: cuevas, simas, dolinas, surgencias, manantiales y poljes conforman la textura de un sistema kárstico cuyo corazón reside en los Llanos de Cupierlo. Aquí más de 300 dolinas cretácicas distribuyen hacia el interior el agua que después escupirán las fuentes y surgencias de manera prodigiosa e imprevisible por los ríos del Parque, para deleite de barranquistas. Cinco puertas se abren a los secretos de Guara. Son los accesos más transitados: Loporzano, Bierge, Alquezar, Colungo y Nocito.

Extracto del dossier publicado en el número 87 de la revista El Mundo de los Pirineos

Patrimonio irredento

Patrimonio irredento

El visitante que recorra las salas del Museum of Fine Arts de Boston se topará con una bella portada románica que perteneció a la iglesia de San Miguel de Uncastillo (Cinco Villas) o con las espectaculares pinturas murales que un día fueron arrancadas de la iglesia de Santa María de Mur (Pallars Jussà). En la soberbia sala  “The Cloisters” del Metropolitan de New York podrá entretenerse en descifrar la detallada iconografía de los sepulcros góticos que pertenecieron a los Condes de Urgell en el Monasterio de Santa María de Bellpuig de les Avellanes. En el Museum of Art de Providence (Rodhe Island) un inmenso Cristo románico procedente del Pirineo aragonés se presenta como una de las piezas más cotizadas de su quinta planta dedicada al arte europeo.

Son tan sólo algunos de los ejemplos más ilustrativos del extenso patrimonio pirenaico disperso en museos y colecciones privadas de medio mundo. Durante buena parte del siglo XX el arte medieval del Pirineo fue un preciado objeto de deseo para ladrones, coleccionistas, anticuarios, marchantes y para la propia iglesia, que generalmente fue cómplice necesario y activo instigador de una sangría de bienes artísticos de incalculable valor. Este mercado indiscriminado e impune fue posible porque se ajustaba a las normas  recogidas en el Código de Derecho Canónico de 1917.

Cientos de piezas (retablos, pinturas murales, tallas, claustros, sepulcros, artesonados, puertas, capiteles…) se esfumaron de sus lugares de origen como consecuencia de una combinación perversa de avidez material e ignorancia popular. El historiador catalán Jordi Campillo ha estimado que un 82% del patrimonio del Obispado de la Seu de Urgell desapareció durante la primera mitad del siglo XX. En Aragón el también historiador Antonio Naval, que lleva años siguiendo el rastro de las piezas aragonesas dispersas en Estados Unidos, calcula que al menos 200 han cruzado el charco.

Cómo fueron a parar allí no es ningún misterio. La ruta seguida por buena parte de esas piezas (al menos las conocidas y localizadas), está perfectamente detallada y documentada. Fueron casi siempre ventas legales, pero “dudosamente morales” matiza Jordi Campilo, que se hicieron en un tiempo en el que las necesidades económicas y la ausencia de sensibilidad social hacia el arte medieval facilitaron el trabajo de coleccionistas y anticuarios. Estos sentían fascinación por lo que para los pirenaicos no eran más que sus santos protectores y su imaginería, a los que invocaban cuando lo cotidiano devenía en infierno, que era casi siempre.

Es cierto que también operó en el Pirineo una efectiva red de expoliadores que sencillamente se dedicó a robar y, por lo tanto, incurrió en delitos no siempre resueltos El caso probablemente más famoso, aunque mucho más cercano en el tiempo, es el de Erik “el belga” y la silla de San Ramón de la catedral de Roda de Isábena. Este fenómeno se enmarca en los años 60 y 70 del siglo pasado, cuando el éxodo rural y el desapego característico de los pueblos en retirada dejaron indefenso el patrimonio que todavía se había conservado. Lo expoliado se pierde así en una cartografía indescifrable de coleccionistas privados con la naturaleza de una ameba.

Pero en el caso del patrimonio vendido legalmente, certificado y de improbable retorno surge inevitablemente una reflexión:  “¿A qué nos referimos al hablar de patrimonio emigrado, sólo al que se vendió legalmente a coleccionistas y museos  extranjeros, o también al que fue a parar a museos nacionales?”. La pregunta la formula el historiador navarro Fernando Hualde en tono conativo.

Como siempre, la fuerza centrípeta que atrae las piezas se observa en origen con sospecha en función de su procedencia. La historia demuestra que los pirenaicos consideraron frecuentemente una intromisión centralista los esfuerzos de las instituciones por salvaguardar el patrimonio en peligro trasladándolo a museos de Madrid, Barcelona, Lleida, Seu d’Urgell, Vic, Jaca o Huesca (nacionales o diocesanos).

Muchas veces denodadamente levantaron la voz para evitar la salida de pinturas y tallas de valor de sus lugares de origen sin importar su destino. Otras, no hicieron distingos a la hora de vender a un coleccionista privado o a una institución. Lo mismo ocurre con los protagonistas del mercadeo; según el enfoque se considera al comprador un ilustrado  y respetado salvador o un expoliador de guante blanco. Al pirenaico como ignorante despreocupado o víctima propiciatoria.

Campillo señala que “la fuerte necesidad económica de estas poblaciones, la imposibilidad de conservar las obras y la presión de los coleccionistas y los museos nacionales y privados” abonaron un caldo de cultivo propicio para la desbandada. Antonio Naval habla de “menosprecio con ignorancia” de los pueblos. Más condescendiente es el historiador Domingo Buesa, que afirma que “no era desapego sino necesidad”.

La especialista Marisancho Menjón pone el foco en los coleccionistas y en los expertos que los asesoraban y que siempre proclamaban fines proselitistas: “si lo que pretendían, como decían, era evitar que esas valiosas piezas salieran de España lo único que tendrían que haber hecho era “enseñar al que no sabe” y advertir a cada pueblo que aquella pieza que tenían en su iglesia era de gran valor y la debían conservar”.  Evidentemente durante mucho tiempo el arte medieval pirenaico fue tan solo “un producto útil para el mercado”, en palabras de Antonio Naval. Cuando no un botín de guerra como en la de 1936, que contribuyó a mermar más si cabe el arte religioso en algunos valles pirenaicos.

En esta azarosa historia del patrimonio pirenaico hay multimillonarios que suspiran por poseer una colección privada, venerables museos americanos fascinados con el arte medieval europeo, museos nacionales con afán centralizador, agiotistas anticuarios, ávidos coleccionistas, testaferros sin escrúpulos y también especialistas guiados por un sincero espíritu de conservación de un patrimonio que respetaban y que veían en peligro.  

Y todo se produce en un convulso contexto histórico de profundos cambios de naturaleza social, económica e incluso identitaria. Lo ha analizado rigurosamente Jordi Campillo, en su libro “On ès la calaixera? L’espoli del patrimoni historicoartístic altpirenenc al segle XX”. Instituciones como el CEC de Catalunya, el SIPA de Aragón o la Junta de Museos de Barcelona, venían alertando desde principios de siglo de la “desaparición” inmediata del patrimonio religioso de las iglesias pirenaicas. En ese momento ya existía una creciente inquietud de una parte de la sociedad por el destino de aquel  patrimonio. En Catalunya había adquirido nuevo valor dentro del movimiento cultural conocido como la Reinaixença, que quería renacer el arte y la cultura como señas de identidad del país. La historiadora Marisancho Menjón considera necesario recordar que hasta entonces los expertos habían despreciado el valor del arte medieval, “el arte del mal gusto” le llamaban.

Así las cosas, las historias que se trazan tienen algo “shakesperiano” en cuanto que definen el alma humana y reproducen temas eternos de la literatura como la deslealtad y la traición. De hecho, hay un innegable pulso novelesco en los relatos de esta realidad. En 1919 el pintor Joan Vallhonrat, que estaba copiando por encargo del Instituto de Estudios Catalanes (IEC) los frescos de la iglesia de Santa Maria de Mur, descubrió una conjura montada por anticuarios y financieros (entre ellos el anticuario polaco Ignasi Pollak y el empresario y coleccionista catalán Lluis Plandiura), con la aquiescencia de las autoridades civiles y eclesiásticas, para adquirir en bloque todas las pinturas murales del Pallars. Las de Mur acabaron en Boston entre la conmoción popular, pero la Junta de Museos de Barcelona llegó a tiempo de recomprar el resto y entre 1919 y 1923 fueron arrancadas y trasladadas al Museo Nacional de Catalunya.

Conocida es la historia del llamado “Terno de San Valero”, de Roda de Isábena”, unos despojos de incalculable valor que el Obispado de Lleida vendió a Lluis Plandiura en 1922 por la astronómica cantidad de 200.000 pesetas pese a la oposición del pueblo aragonés, que denunció el caso al Gobernador Civil. Esa venta dio origen a un pleito muy famoso en la época entre el coleccionista barcelonés y Joaquim Folch i Torres, presidente de la Junta de Museos de Barcelona.  No sería ni el primero ni el último. Cuatro años después del litigio la Justicia dio la razón a Plandiura. Después de dar mil y una vueltas, en la actualidad es la pieza más importante del Museu Téxtil i de la Indumèntaria de Barcelona.

El camino seguido por la portada románica de San Miguel de Uncastillo hasta llegar a Boston es propicio para un guión cinematográfico. La compró en 1915 por 400 pesetas el librero catalán Salvador Babra al Obispado de Jaca, que desoyó el clamor de los vecinos del pueblo. Las cerca de 150 cajas que guardaban las toneladas de piedra deambularon de un almacén portuario a otro durante años en busca de comprador. Cuando en 1927 el Museo de Boston se interesó ya estaba en vigor la ley que impedía la exportación de este tipo de piezas.  A través de intermediarios y empresas de paja la puerta acabó en Estados Unidos vía Marsella gracias a la adquisición de un tal Francis Barlett, que después la donó al Museo. La figura de la “donación” fue utilizada habitualmente para tapar una compra ilegal.

El Obispado de la Seu vendió en 1918 la sillería del coro gótico de la catedral de la Seu d’Urgell al magnate del periodismo norteamericano, Randoph Hearst, aprovechando las obras de restauración que estaba realizando el arquitecto Puig i Cadalfach. Se asegura que el obispado lo hizo para financiar las obras de restauración, pero Campillo insiste en que la desaparición de este patrimonio “fue una práctica consentida e incentivada por la propia iglesia durante décadas”. Antonio Naval aporta más datos: “En Capella el obispado fotografió todas las piezas de valor con claros objetivos mercantiles y en Arén se vendieron objetos para arreglar el suelo con las ganancias”. Son tan sólo unos ejemplos.

Recientemente han regresado a Andorra La Vella los frescos de la iglesia de Santa Coloma, que fueron vendidos en los años 30 del pasado siglo por el obispado de La Seu d’Urgell al barón Van Cassel Van Doorn. Viajaron hasta Alemania pasando por España, Francia y Austria. Con el inicio de la II Guerra Mundial el noble alemán se refugió en Estados Unidos dejando atrás parte de su colección, cuya propiedad quedó repartida entre sus herederos y el Gobierno alemán. El ejecutivo andorrano los compró en 2007 y ahora se exponen en el Museo Nacional de Andorra.

Frecuentemente los compradores eran asesorados por experimentados anticuarios y reputados hispanistas, que se habían dedicado durante años a recorrer toda la península Ibérica empujados inicialmente por un afán de conocimiento. Nombres como los de Kingsley Porter, Chandler Post o Arthur Byne se repiten una y otra vez y se intuyen determinantes para enfocar y materializar el disperso, impreciso y repentino interés por el arte medieval de las nuevas fortunas norteamericanas de principios del siglo XX. Libros como el publicado por Byne, asesor personal del magnate Randolph Hearst, y su esposa Mildred Stapley, “Arquitectura española del siglo XV”, fueron utilizados tiempo después como si se tratara del catálogo de una grandiosa subasta.

Pero hay también anticuarios nacionales como Celestí Dupont, Luis Ruiz y Josep Bardolet –algunos de los cuales llegaron a abrir sucursal en Nueva York-, o coleccionistas como el ya citado Lluis Plandiura que rivalizaron en la carrera por conseguir las piezas más codiciadas. Antonio Naval recuerda que “los anticuarios españoles exportaron para la subasta piezas en número que resulta increíble. En ese tiempo se hicieron no menos de 30 subastas monográficas de arte español en Nueva York”.

En Catalunya se creó en 1902 la Junta de Museos de Barcelona con el objetivo de recuperar, ordenar y centralizar las piezas artísticas esparcidas por el territorio y que corrían el riesgo de desaparecer. Durante mucho tiempo la tarea de sus promotores -el arquitecto Josep Puig I Cadalfach, Lluis Folch i Torres, el cura Josep Gudiol o Josep Pijoan-, fue una continua y agónica carrera para adelantarse a la adquisición de tipos como Plandiura, personajes de gran prestigio social, valiosos contactos y considerables fortunas. A veces lo consiguieron, otras no.

Mercè Vidal i Jansà cuenta en su libro “Teoria i crítica en el Noucentisme. Joaquim Folch i Torres” una anécdota que define la atmósfera de aquellos tiempos: el Obispado de La Seu d’Urgell sacó a subasta las piezas que componían el altar de la parroquia d’Encamp de Andorra. A la puja acudió Lluis Plandiura pero también la Junta de Museos, que estaba empeñada en no perder las piezas. Ganaron la subasta pero cuando Joaquim Folch regresaba por el congosto de San Juliá de Loria con el altar, su vehículo fue asaltado y las piezas robadas. Sobre el “autor intelectual” de ese hurto se pueden abrir todo tipo de hipótesis. Ironías de la vida, en 1932 Plandiura, agobiado por una fuerte crisis económica, se vio obligado a vender por 7 millones de pesetas toda su colección precisamente a la Junta de Museos.

Pese a la orden emitida en 1919 por la Nunciatura Apostólica, que prohibía la “venta y extracción de objetos artísticos y de pinturas de sus templos o conventos”, o la ley contra la exportación de obras de arte promulgada por el gobierno español en 1926, y las posteriores mucho más avanzadas ya en periodo democrático, la sangría patrimonial no se detuvo de ningún modo. La llegada del estado de las autonomías y la recuperación de identidades perdidas ha otorgado nueva conciencia social a este patrimonio, como ocurre en Aragón con los bienes que pertenecen a las iglesias de la Franja, actualmente en Lleida, y causa de un ardoroso conflicto que va para diez años.

Artículo publicado en el número 86 de la revista El Mundo de los Pirineos

Santa Cruz de la Serós

Santa Cruz de la Serós

Los viajeros románticos solían recalar con frecuencia en Santa Cruz de lo Serós. Lo hacían camino de San Juan de la  Peña, cenobio al que perteneció la localidad durante siglos. Se detenían fascinados ante la iglesia de Santa María de Santa Cruz de la Serós. Aquella majestuosa torre del campanario y las desoladoras ruinas del viejo convento que habitaron “las Sorores” causaban un efecto perturbador. Era una belleza doliente. Hoy la piedra, como elemento armonizador entre la arquitectura tradicional y la sierra calcárea de San Juan, viste la milenaria localidad como si se tratara de la más preciada de las telas.

A mediados del siglo XIX el literato José María Quadrado y el artista plástico Francisco Javier Parcerisa llegaron a Santa Cruz de la Serós en su periplo peninsular para describir y retratar las grandezas monumentales del territorio. En la bella localidad, fundada en el siglo XI bajo los contrafuertes de la sierra de San Juan de la Peña, cayeron abatidos ante su melancólica decadencia: “el convento ha desaparecido; de la iglesia yace hundida la parte inferior y, como recurso más expedito y más económico que el de levantarla, se la ha separado con un tabique de la porción que subsiste íntegra”. 

El lugar de Santa Cruz de la Serós, fundado por Ramiro I a mediados del siglo XI, fue uno de los centros religiosos más influyentes del incipiente reino. El Monasterio de Santa María, encomendado a las monjas benedictinas y dependiente de San Juan de la Peña, estuvo activo hasta que el Concilio de Trento (1543-1563), obligó a las comunidades religiosas rurales a trasladarse a núcleos urbanos. La de Santa Cruz fue a parar a Jaca, donde todavía permanece, y así se inició un lento pero irreversible declinar que culminaría en la ruina. Hoy en día se mantiene en pie, altiva y señorial, la formidable iglesia del desaparecido conjunto monástico. Se trata de una joya arquitectónica que estremece por sus extraordinarias dimensiones en el conjunto del casco urbano. Una rehabilitación oportuna hace ya algunas décadas evitó que la propia iglesia, completamente exenta,  acabara también como un rumor de la historia.

Tan sólo unos metros antes, escondida en la discreción de su sencilla composición formal, se alza la iglesia de San Caprasio, uno de los escasos ejemplos de románico lombardo que todavía pueden encontrarse en La Jacetania. Levantada a finales del siglo IX, su austeridad y funcionalidad remiten a los tiempos primigenios del arte importado de Lombardia. Santa Cruz de la Serós, que posee una arquitectura tradicional digna de manual, es además una de las pocas localidades pirenaicas que tiene dos iglesias. Esta singularidad no siempre es explicada con acierto.

Resultaría tentador teorizar sobre el esplendor remoto del lugar, o sobre el beneficioso influjo que ejerció durante siglos el cercano monasterio de San Juan de la Peña. Pero probablemente no sería suficiente para descifrar los arcanos de un pasado repleto de episodios trascendentales e hitos que se inscriben en la gran historia de Aragón. Desde que Doña Sancha, la influyente hija del primer rey, Ramiro I, habitara en el viejo monasterio, la vida de Santa Cruz de la Serós siempre estuvo sometida a los designios del cenobio; en los tiempos de esplendor y también en los del abandono, cuando el pueblo se llenó de silencios y ausencias.

Casi cinco siglos después de la marcha de las monjas benedictinas, el salto en el tiempo se antoja como una pirueta de proporciones oceánicas que no admite frívolas comparaciones. Santa Cruz de la Serós es hoy un pueblo turístico que conserva como suspendida en la atmósfera una aureola de lugar mítico e insubordinado al becerro de oro del urbanismo. Bien es cierto que nada más llegar se alza una urbanización de reciente construcción que ocupa casi tanto como el núcleo histórico. Pero se trata de un loable intento de revisionismo arquitectónico a partir de los elementos tradicionales de la cordillera.

En este nuevo Santa Cruz el eco de los pasos golpea entre calles vacías dibujadas con escuadra y cartabón. Demasiado perfectas para la azarosa arquitectura popular. Sin embargo, ha sido la única concesión. En los años 90 del pasado siglo se aprobaron medidas para conservar el patrimonio arquitectónico con  la imposición de la piedra y la madera como elementos comunes. Después, a principios del nuevo mileno, cuando la gran mayoría de pueblos del Pirineo se entregaba a un crecimiento urbanístico desaforado, Santa Cruz optó por todo lo contrario y limitó al máximo el espacio urbanizable. Los resultados son evidentes y definen la personalidad de la localidad.

Mari Carmen Martínez, alcaldesa de Santa Cruz, considera que “fue una decisión difícil y arriesgada pero creo que el tiempo nos ha dado la razón”. Ahora las chimeneas construidas o rehabilitadas al estilo tradicional componen otro elemento de notable interés arquitectónico. A Santa Cruz se puede llegar para admirar sus dos hermosas iglesias pero también para deleitarse con sus formidables viviendas cargadas de ornamentos y detalles propios de la tradición popular.

Todo se ha conservado con un pulcro respeto, como si la cuestión fuera no desentonar dentro del recién creado Paisaje Protegido de San Juan de la Peña y el Monte Oroel, heredero del Sitio Nacional declarado en el año 1920 después de Covadonga y Ordesa. La alcaldesa de Santa Cruz sostiene que la vida en el pueblo está ligada en la actualidad a la actividad del monasterio de San Juan: “Antes la gente trabajaba en el monte y la ganadería y ahora trabaja en la Gestora Turística que gestiona el complejo monástico o en las casas de turismo y restaurantes que se han abierto en los últimos años”.

El pueblo museo es, sin embargo, un espacio vivo en el que corretean 15 niños en una población censada de 170 personas. Un milagro en tiempos de retroceso de los índices demográficos. La oferta hostelera constituye un argumento más para proyectar el carácter turístico de la localidad, junto a sus envidiables servicios públicos. Sergio Bretos nació y vive en Santa Cruz. Se dedica a mantener la ganadería familiar. “Aquí se vive bien. Estamos en un lugar muy privilegiado, de gran tranquilidad. Y cuando demandamos más servicios estamos a 15 minutos de Jaca”. Mamen López, co-propietaria  del restaurante Santa Cruz, reconoce que la crisis ha afectado al flujo de visitantes que llegan al cercano Monasterio pero “Santa Cruz siempre ha estado aquí, es un valor que está por encima de las modas.  Tenemos que ver las cosas con la perspectiva de siglos, tantos como los que tienen nuestras iglesias o el monasterio. Pasaron tiempos difíciles pero aquí siguen. Aquí seguimos”.

Artículo publicado en El Mundo de los Pirineos 

Huellas romanas

Huellas romanas

Un libro recién publicado coordinado por el arqueólogo José Luis Ona recuerda un importante y desconocido episodio de la historia reciente de la comarca. Se trata del hallazgo en julio de 1963 de un valioso mosaico romano en las cercanías de Artieda. El capitán de Infantería Enrique Osset Moreno, destinado durante varios años en Jaca, fue el responsable de este descubrimiento y su posterior divulgación entre las autoridades y los medios de comunicación de la época. Sus denodados esfuerzos por lograr que las excavaciones continuaran por otros campos de la zona, donde había constancia de la existencia de más restos de la época, es la crónica de un militar ilustrado que luchó hasta su prematura muerte en 1971 por recuperar una relevante parte del pasado de la Jacetania.

Un capitán de Infantería protagonizó en el verano de 1963 un sorprendente episodio en las cercanías de Artieda, que traspasó las fronteras de la Jacetania y fue divulgado por todo el país. Enrique Osset Moreno, alumno en aquel tiempo de la Escuela de Estado Mayor y destinado en Jaca durante buena parte de su carrera militar, pasaba el verano con su mujer, descendiente de Artieda, y con sus seis hijos en la localidad de la Alta Zaragoza.

Tres meses antes, el joven agricultor local Francisco Iguácel había roto la reja del arado de su flamante tractor mientras roturaba uno de sus campos. La pieza quebró al tropezar con una gran columna de piedra que se encontraba a treinta centímetros de profundidad. La familia Iguácel compró el tractor tan sólo 3 años antes, y hasta entonces había utilizado el clásico arado romano, que apenas profundizaba en la tierra. Aquella columna de grandes dimensiones resultó ser parte de una antigua mansión romana.

Artieda, como el resto de la comarca de La Jacetania, despertaba tímidamente en aquellos primeros años de la década de los 60 del pasado siglo a la era de la mecanización. Y ese salto en el tiempo fue como una conjunción planetaria que permitió enlazar el presente modernizador con un pasado remoto que ni se conocía ni se esperaba por estas tierras. Como escribió el periodista del diario Amanecer de Zaragoza, José Omat, en un artículo publicado en agosto de ese año, “lo moderno descubre lo antiguo”. En las puertas de la famosa y decisiva concentración parcelaria, muchos agricultores dejaron los viejos arados y compraron su primer tractor. Este hecho fue determinante en un hallazgo arqueológico de gran relevancia y repercusión que sirvió para certificar la presencia romana en la Canal de Berdún.

Enrique Osset escuchó en el bar de Artieda las explicaciones de Francisco Iguácel sobre el accidente que había sufrido tres meses antes con el arado. Osset, militar culto e inquieto que había realizado pocos años antes un interesante estudio sobre la geografía del Sáhara durante su destino en la entonces provincia española, intuyó de inmediato que aquel hallazgo podía ser algo más que un simple accidente agrícola. Su interés autodidacta por la arqueología le permitía saber que pese al transcurrir de los siglos siempre quedan vestigios de la presencia humana y de sus obras. Como escribiría posteriormente en un artículo publicado en la revista Ejército, “las huellas de un poblado prácticamente no desaparecen; tan solo es necesario saberlas descubrir o interpretar”. Y eso es lo que hizo.

Al día siguiente de aquella conversación en el bar fue hasta la partida de Rienda, a cuatro kilómetros de Artieda, a conocer la columna que le había descrito el agricultor. Pero lo primero que le llamó la atención fue el diferente colorido de la tierra y las tonalidades rojizas que adquiría en algunos puntos de la parcela, como si hubiese sido quemada. Ese campo, que había sido roturado por primera vez por un tractor después de siglos de trabajo manual, estaba salpicado de pequeños trozos de mosaicos destruidos por el arado. Como sospechaba Osset, las entrañas de esa tierra de labor ocultaban las huellas de un antiguo poblado, probablemente de origen romano. Los estudios estratégicos realizados por el militar a lo largo de su carrera, su experiencia en el Sahara y un erudito conocimiento de la historia de los ejércitos le permitieron observar cosas imperceptibles para el común de los mortales. “A mí me explicaba que esa tierra tenía diferentes tonalidades y que eso se debía probablemente a que aquel antiguo poblado romano fue incendiado, pero yo no entendía nada, yo veía todo del mismo color”, rememora la viuda de Osset, María Luisa Vicente, una octogenaria con una memoria privilegiada y un intenso recuerdo de su marido, fallecido prematuramente en 1971 con tan solo 42 años de edad.

El militar adoptó decisiones rápidas y precisas, propias de una mentalidad acostumbrada a la acción. Sabía que la arquitectura romana tenía unas características muy determinadas; las habitaciones se disponían alrededor de un patio central porticado con columnas. La situación de la columna hallada por el agricultor le facilitó la reconstrucción imaginaria de la antigua mansión y alimentó su sospecha de que en ese campo había muchos más restos arqueológicos. Ante la falta de brazos en el pueblo, entretenidos en las labores de recolección, Enrique Osset comenzó a hacer catas y pronto salió a la luz un extraordinario mosaico con motivos animales que estaba en un excelente estado de conservación y que podía corresponder al patio central de la vivienda. Se trataba de una pieza de 90 metros cuadrados.

El militar puso en conocimiento del Gobierno Civil el hallazgo mientras continuaba con las catas con la única ayuda de sus hijos Enrique y Marisina, de siete y seis años respectivamente. Con el inocente entusiasmo infantil se encargaban de limpiar con escobas lo que su padre dejaba en la superficie. El pequeño Enrique recuerda casi 50 años después aquellas jornadas en el campo de la familia Iguácel “casi como si fuera un juego porque nosotros estábamos encantados de ayudar a mi padre. Él había dibujado en un papel una distribución imaginada de cómo sería la casa y no se confundió. Donde él pensaba que podía estar el patio central allí encontramos el gran mosaico y otros en peor estado de conservación que podían pertenecer a otras habitaciones y restos de cerámica y otras piezas”.

El arqueólogo José Luis Ona explica en el libro publicado recientemente que “Osset tuvo el acierto de notificar el hallazgo a las autoridades, que con rapidez determinaron el envío del arqueólogo Antonio Beltrán, y de especialistas en el arranque de mosaicos”. Porque Enrique Osset entendió que era necesario seguir los conductos reglamentarios pero al mismo tiempo continuar con las catas para minimizar en la medida de lo posible los perjuicios que se estaban causando al propietario del terreno. Francisco Iguácel tuvo una actitud plena de sensibilidad y responsabilidad. El mismo día que su hijo topó con la columna romana decidió dejar de trabajar el campo de Rienda hasta que alguna autoridad determinara qué hacer con aquellos restos. Y así estuvo durante 3 años. Esa actitud cívica, sin embargo, no tuvo la réplica en los poderes de la época. Le expropiaron el campo de 3 hectáreas durante ese tiempo y se lo devolvieron destrozado y sin indemnización alguna.

Según Cándido Iguácel, hijo de Francisco, “nos expropiaron el campo durante 3 años pero no hicieron en ese tiempo ninguna cata más. Cuando mi padre fue a exigir una indemnización por los daños ocasionados enviaron a la Guardia Civil para detenerlo. Yo corrí a avisar al cura y sólo gracias a su mediación dejaron a mi padre en paz. Esto es lo que conseguimos de aquella historia”.  Enrique Osset sufrió especialmente aquel desprecio y son numerosas las cartas que guardan sus hijos en las que reclamaba insistentemente una indemnización a Francisco Iguácel. “Yo era muy pequeño –indica su hijo Enrique-, y no me enteraba de casi nada pero podía ver perfectamente que al señor Iguácel no le trataban bien las autoridades de la época”.

La dimensión del hallazgo probablemente hubiera sido otra si no hubiera existido la figura de Enrique Osset Moreno. El militar no era profesional de la arqueología  pero consagró los siguientes meses a estudiar la geometría del inmenso mosaico y dibujar en sus cuadernos de campo con una técnica primorosa las diferentes piezas que lo conformaban. La documentación que acumuló en este tiempo y el rigor de sus estudios fueron suficientes para que la comunidad arqueológica lo tratara como uno de los suyos. Publicó varios estudios y presentó junto a Antonio Beltrán sus conclusiones en el VIII Congreso Nacional de Arqueología celebrado en 1963.

Su condición de militar ilustrado alimentó otros ensayos de carácter geoestratégico que vinculaban directamente el trabajo de los arqueólogos con el estudio militar. En un artículo publicado en 1964 en la revista Ejército argumentaba que “una vez realizado el reconocimiento militar de una zona y señalados los puntos técnicamente interesantes, hay que dejar paso al arqueólogo, ya que la técnica de excavación, el estudio de la cerámica, etc., salen del campo puramente militar”.  En ese mismo estudio desarrollaba una documentada hipótesis sobre las razones estratégicas del asentamiento romano de Artieda, en las que mostraba su profundo conocimiento de Roma y de sus ejércitos, de la geografía pirenaica y de la historia militar. “Este punto cierra el valle de Roncal y presenta múltiples circunstancias que favorecen su defensa, como el cauce del río Aragón, que constituye un foso natural, o sus taludes, en las laderas norte, este y oeste”.

Enrique Osset Moreno mantuvo desde el primer momento un firme equilibro entre el pragmatismo del hombre de acción y los formalismos jerárquicos del disciplinado militar. De hecho, como recuerda su viuda María Luisa Vicente, “a la primera persona que puso en conocimiento el hallazgo fue al Capitán General de Zaragoza, Mariano Alonso, que había sido profesor suyo en la Academia General y tenía casa en Villanúa”. En aquella carta el capitán explicaba a su superior que “aquí la gente ve que voy a picar y no concibe que un “señorito” lo haga por amor al arte, preguntan si apareció el tesoro y al responder que el tesoro era el mosaico alguno aventuró la sospecha ¿qué habrá debajo del mosaico?"

Osset Moreno recibió rápidamente la respuesta de su antiguo profesor, que le aseguraba que haría las gestiones oportunas. Con los formulismos de la burocracia de la época el 5 de agosto de 1963 (pocos días después del hallazgo), el militar recibió una postal desde Peñiscola del profesor Antonio Beltrán, quien le informaba estar al tanto del descubrimiento de Artieda y le aseguraba que al finalizar sus vacaciones en septiembre iría “a verle y estudiar el arranque del mosaico”. En esas fechas Osset ya había aventurado la hipótesis de que los mosaicos y restos hallados podían pertenecer a la célebre ciudad romana de Seguia, que algunos estudiosos situaban en Ejea de los Caballeros. Mientras llegaba Beltrán siguió picando y encontró nuevos restos de mosaicos aunque en peor estado de conservación. Cada cata reforzaba las intuiciones del militar.

Beltrán cumplió su promesa y un mes después constató “in situ” la importancia de lo que hasta entonces sólo conocía por referencias. El Consejo Provincial del Movimiento destinó por vía de urgencia 40.000 pesetas para el arranque del mosaico y se requirió al restaurador del Museo de Sevilla, señor Tomillo, el principal experto en este tipo de trabajos en España, para que dirigiera la operación. La rápida actuación de las autoridades de la época fue profusamente divulgada en los medios de comunicación, que se hicieron eco del relevante hallazgo de Enrique Osset Moreno. En una entrevista concedida a Heraldo de Aragón en noviembre de ese año, el militar confesaba que “temía estropear algo pese al cuidado que ponía. Por otro ignoraba las leyes establecidas para estos casos y sobre todo me preocupaba la avaricia de los buscadores de tesoros capaces de picar en el mismo mosaico para ver si encontraban debajo la olla con las onzas”.

En el mes de septiembre se contrató a varios vecinos de Artieda para que hicieran los trabajos de excavación. En pocos días se sacó a la luz todo el mosaico y mediante un delicado proceso de arranque, traslado  y pegado se reconstruyó para su exposición en el Museo de Zaragoza, donde todavía permanece. Pese a la constatación de que había más restos en la partida de Rienda y en otros campos adyacentes, las autoridades no financiaron nuevas excavaciones. Osset Moreno, frustrado y resignado, se dedicó durante los siguientes años a llamar a todas las puertas posibles para sensibilizar a la administración sobre la necesidad de seguir investigando la huella romana de Artieda.

Los hijos de Osset Moreno (tiene 8), conservan todo un arsenal de correspondencia que define también la personalidad del militar. Su hija Concha confirma que “mi padre era disciplinada, metódico y organizado hasta un extremo realmente impresionante. Guardaba todo y era profundamente ordenado con todo lo que trabajaba”. De esa ingente documentación epistolar se rescatan perlas que ayudan a explicar también la pesada burocracia del régimen franquista y los códigos internos de una administración que, como explicaba uno de sus funcionarios, “mostraba la sensibilidad de una tortuga”

Enrique Osset se batió el cobre para que la familia Iguácel cobrara una indemnización. Mantuvo un intenso y cómplice cruce epistolar durante años con el director del Instituto Español de Arqueología, Alberto García y Bellido, para que las excavaciones continuaran. El funcionario, un hombre de vuelta de todo y profundo conocedor de las interioridades de la obtusa administración, le confesaba en una carta que “si las fuerzas armadas dependieran de ministerios civiles como el mío posiblemente no se habría decidido aún la adopción del arma de fuego y continuaríamos discutiendo las ventajas de la ballesta sobre el arco”. En otro misiva de marzo de 1966 respondía a Osset de manera lacónica sobre el asunto de la indemnización a los dueños del campo: “si Artieda perteneciera a Navarra no hubiera sido necesario dejar transcurrir tres años”.

Osset lo intentó todo. Incluso logró comprometer a la Escuela Militar de Jaca, en la que estaba destinado a finales de la década, para que los nuevos trabajos de exploración los hicieran soldados adscritos al cuerpo con el traslado de los mosaicos hallados a la capilla de la Escuela como posible compensación. La legalidad no lo permitió.  En 1969 escribió incluso a Manuel Fraga, Ministro de Información y Turismo, después de la visita que éste había realizado a Jaca. Le remitía todos sus trabajos sobre los yacimientos romanos de Artieda y le informaba de que la Embajada Italiana en España se había mostrado interesada en continuar con las excavaciones. El militar retaba de forma inteligente al ministro y le tocaba la fibra: “me agradaría más que el trabajo fuera realizado por españoles y que nada de lo nuestro fuera a parar a museos extranjeros. En marzo de 1970, pocos meses antes de caer enfermo, el director del Instituto Español de Arqueología le animaba a “seguir explorando este “castellum” porque puede ser de un interés muy grande”. Era una forma irrefutable de confirmarle que el Estado no iba a hacer nada más en Artieda.

Enrique Osset Moreno murió en enero de 1972 después de una fulminante enfermedad. En sus últimos años estuvo destinado en la Ciudadela de Jaca y fue el impulsor de su restauración. No llegó a tiempo de ver en la calle su libro “El castillo de San Pedro”, el único estudio global publicado hasta ahora sobre la historia de la Ciudadela. En este trabajo plasmó nuevamente el rigor, disciplina, entusiasmo y tenacidad que caracterizaron su investigación en Artieda. Gracias a su estudio y trabajo de campo en las partidas de “el Forau de la Tuta”, “Rienda”, “Campo del Royo” o “las Viñas del Sastre” se pudo saber que aquellas teselas y restos de cerámica que aparecían con frecuencia no eran “cosa de los moros”, según el imaginario popular, sino las huellas de un campamento y un poblado romano que ejerció durante siglos un estratégico papel en la defensa del norte de Hispania.

Pueblos con encanto

Pueblos con encanto

Está a punto de salir a la calle el nuevo libro que he escrito, en esta ocasión al tandem de Juan Gavasa se sube la periodista Ainhoa Camino. "Pueblos con encanto del Pirineo" de la editorial SUA de Bilbao. Os dejo a modo de avance la intro del libro. De paso sirve para paliar lévemente esta ausencia oceánica del blog. Llegarán mejores momentos para recuperar la producción.

Cualquier pretensión de oficializar una lista con los lugares más bellos, los monumentos más importantes o los paisajes más espectaculares de un territorio determinado será siempre un ejercicio de frustración y melancolía. El resultado final quedará sometido a la valoración de quien reciba la propuesta y éste generalmente adoptará una posición de incredulidad y desaprobación. La conclusión es clara: el criterio subjetivo del autor nunca se identificará plenamente con la sensibilidad de cada lector. Por lo tanto podríamos convenir que aventurarse en empresas tan inciertas como ésta puede ser un ejercicio de funambulismo periodístico, literario o viajero.

            Pese a estas prevenciones que deberían de servir para persuadir a quien quisiera cometer tamaña osadía, lo cierto es que SUA Edizioak y los autores de este libro pensamos que existía un espacio bibliográfico y también incluso emocional para proponer un trabajo de estas características. Sin renunciar a las percepciones subjetivas del viajero y asumiendo la injusticia de cualquier recopilación, hemos recurrido a una fórmula editorial explorada con profusión en los últimos años para aportar a la extensa biblioteca pirenaica un libro que mezcla la vocación turística, la patrimonial, la histórica y también la social.

            “Pueblos con encanto del Pirineo” recoge cerca de 70 localidades de ambas vertientes de la cordillera. El criterio de selección es responsabilidad única y exclusiva de los autores y de la propia editorial. Se fundamenta en un profundo conocimiento del Pirineo, en una larga trayectoria periodística y editorial vinculada a la cordillera y en el afán por afrontar cada nuevo trabajo como si se tratara de una oportunidad única para sorprender al lector con desconocidos lugares del territorio.

            Es decir; nos ha guiado el mismo entusiasmo de quien se adentra por primera vez en una región ignota, desprovisto de prejuicios, abierto a la fascinación y con la capacidad intacta para recibir nuevos estímulos. Hemos intentado realizar este libro desde la posición virginal del explorador, buscando lo bello e interesante por encima de cualquier otra consideración. Bien es cierto que la belleza es una condición subjetiva y que, por lo tanto, está sometida a la consideración íntima de cada individuo, en este caso lector. Así es que en este libro habrá notables ausencias y quizá dudosas presencias. Pero estamos completamente seguros de que cada uno de los pueblos que aparecen en estas páginas guarda una razón para ser visitado.

            A veces es su valioso patrimonio arquitectónico. Otras, la importancia histórica y artística de su iglesia. En ocasiones es la privilegiada ubicación del lugar y también los paisajes que lo rodean. Y en muchos casos, simplemente, el primoroso estado de conservación de su casco urbano o su capacidad de regeneración.

La segunda mitad del siglo XX fue un tiempo de convulsiones en el Pirineo. La crisis del mundo rural y el éxodo masivo a las ciudades precipitó el fin de un modelo de vida y de una cultura milenaria que fue golpeada brutalmente por los cornetas del desarrollismo. Lo que se había mantenido en pie durante siglos se desmoronó en pocos años. No sólo cayeron casas e iglesias, sino también la autoestima y un universo de tradiciones que se perdía en la noche de los tiempos.

En el inicio de la segunda década del siglo XXI, cuando el Pirineo parece haber recobrado parte del pulso perdido, es necesario recordar de dónde venimos para dimensionar adecuadamente el valor de lo que conservamos y de lo que tenemos. Nuestros pueblos representan con meridiana claridad aquello que perdimos y todo lo que hemos intentado recuperar. Parece un milagro que muchos lugares permanezcan en pie, con constantes vitales, si recordamos que no hace mucho rozaban el umbral de la desaparición, de la muerte biológica.

Por eso este libro es también una pequeña reivindicación del patrimonio pirenaico. La belleza puede estar escondida en los lugares más recónditos e insospechados. Obligación de todos es rastrear y buscarla para dar valor a aquellos pequeños detalles que representan tanto como la más formidable de las catedrales. Este compromiso es el que nos ha guiado igualmente a la hora de realizar el libro. Y en la elección de los pueblos hemos buscado en muchas ocasiones la fuerza de la impronta pirenaica, el rastreo del carácter cultural que se mimetiza en su arquitectura popular, en el uso de los materiales tradicionales o en la conservación de los elementos que representan los modos de vida perdidos.

Las evidentes limitaciones de un libro exigen un doloroso trabajo de purga. Somos conscientes de que han quedado muchos pueblos con encanto fuera de estas páginas. Pero el libro es, ante todo, un ejercicio de estímulo y sugestión; una invitación a que el lector visite el Pirineo guiado por la belleza de los pueblos que se proponen, pero abierto a conocer otros lugares que a buen seguro encontrará en el camino. Por eso los textos son pinceladas, en ocasiones de trazo grueso, que quieren sugerir más que detallar. No se trata de una guía turística al uso ni de un catálogo de monumentos a visitar. Son las impresiones del viajero descritas con la vehemencia necesaria para contagiar el espíritu del viaje y el anhelo del hallazgo. La belleza como excusa para conocer el Pirineo.