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Juan Gavasa

No españoles

No españoles

En anteriores capítulos escribí sobre mi reciente visita al Club Hispano de Toronto. Había dejado al Embajador de España, Carlos Gómez-Múgica Sanz con la palabra en la boca, dirigiéndose con afectación a los españoles ahí convocados para expresarles el orgullo que sentía por sus esfuerzos cotidianos y sus generosos sacrificios. Los políticos y los altos funcionarios del estado tienden a pensar que existe un fin superior por encima de la experiencia individual, un mandato supremo vestido de patria que compromete a todos los ciudadanos en tanto que sujetos de una empresa colectiva. De ahí que suelan dirigirse a sus compatriotas con el mismo paternalismo y la misma delectación que he visto durante más de veinte años en casi todos los políticos que he conocido.

El diputado, el consejero, el alcalde o el concejal –en esta cuestión apenas existen grados de severidad-, suelen ungirse al poco de abrazar su cargo público de una clarividencia sobreactuada que les impulsa a una azotea moral de la que ya no bajan ni con agua hirviendo. Parece que la inteligencia se presupone con el cargo aunque generalmente la primera es una sombra trémula que corretea en busca de un propietario improbable; nunca se encuentran. Pero el alcalde o el diputado o el consejero aprenden rápido y, subvirtiendo a Cortázar, saben qué hacer con las palabras aunque las desconozcan. Y pertrechados con una buena ristra de quiasmos y pleonasmos se dirigen atildados al vulgo como el pastor a sus ovejas descarriadas; a veces para afearles su ignorancia y otras para iluminar de moralina sus espasmódicas existencias.

El Embajador de España en Canadá hablaba con aquél grupo de emigrantes españoles como un motivador laboral. Pero alguien que lleva más de cuarenta años lejos de su país ya no necesita buenas palabras ni ejercicios de autoestima; sólo exige respuestas concisas a preguntas tan urgentes como la situación de su tarjeta sanitaria, el derecho a la nacionalidad de los descendientes, la congelación de la pensión o los trámites de repatriación. Hay lugares en los que un político no puede ponerse a puerta gayola para lucirse porque la realidad es muy desagradecida. La impericia del servidor público se revela tragicómicamente cuando pierde el sentido de la oportunidad y no sabe salirse del guión, así inaugura un pantano o un certamen de juegos florales. Como aquel alcalde de un pueblo de Huesca al que hace años escuché rematar su discurso de inauguración del nuevo local de la Asociación de Viudas con un torero “confío en que esta asociación siga creciendo”.

Estos emigrantes españoles no estaban allí para recibir una palmada en el hombro ni el aliento de excursos huecos y sobados. Lo que han vivido y lo que han sufrido en sus vidas es algo tan íntimo e intransferible que cualquier intromisión retórica resulta impúdica. Un Embajador siempre es alguien de paso hacia un destino mejor, un burócrata curtido en cócteles y recepciones oficiales que observa desde su burbuja diplomática el devenir de los días y el trasiego de compatriotas vulnerables y melancólicos. Las historias de los emigrantes siempre resultan lejanas.

Esa distancia oceánica se manifestó de manera determinante cuando un “veterano” emigrante español (llegó a Canadá en 1965), le preguntó al Embajador por una noticia que acababa de conocer y que le tenía conmocionado: había perdido su nacionalidad española. A principios de los años 80 de la pasada década los gobiernos de España y Canadá firmaron un acuerdo por el cual los ciudadanos españoles residentes en este país podían conservar su ciudadanía de origen al nacionalizarse canadienses. Este nuevo marco legal empujó a muchos a solicitar la nacionalidad del país norteamericano para regularizar definitivamente su situación sin renunciar a su pasaporte original. Hubo un pequeño detalle que operó como una explosión retardada: nadie les dijo que para seguir siendo españoles tenían que solicitarlo expresamente a la Embajada. Así es que nunca sospecharon que al hacerse canadienses automáticamente dejaron de ser españoles.

Desde entonces, sin embargo, han podido renovar su pasaporte, han recibido de su colegio electoral las papeletas para votar en los sucesivos comicios electorales españoles, han viajado con frecuencia a España y han tramitado la tarjeta sanitaria en sus respectivas Comunidades Autónomas e incluso han podido expedir en la comisaría de Policía su DNI. Pero hace unos meses el Consulado de España en Toronto empezó a informar a muchos de esos españoles que se nacionalizaron canadienses hace 20 años que todo aquello era una farsa; efectivamente tenían todos los documentos que acreditan la nacionalidad pero no eran españoles. Me lo explique...

Durante años el Consulado había hecho la vista gorda pero ahora se había decidido a poner en orden una situación que sería cómica si no hubiera impactado emocionalmente como lo ha hecho en muchos de estos ancianos españoles. Hace unos meses José Manuel García-Margallo, Ministro de Asuntos Exteriores y de Cooperación, realizó unas declaraciones sorprendentes: "No sabemos ni cuántos funcionarios tenemos en el exterior ni cuántos edificios ni quién está haciendo qué". Ahora también podemos añadir que realmente España tampoco sabe cuántos españoles tiene.

Todos los afectados por este lamentable silencio administrativo podrán recuperar su nacionalidad española a través de un sencillo trámite. Pero el simple hecho de tener que reclamar su condición de españoles como quien solicita la renovación de la tarjeta sanitaria les ha dejado a muchos devastados, enfangados en una extraña melancolía. Otros han reaccionado a la manera hispánica: "que le den por culo a España". El viejo español nunca olvida que siempre será emigrante en su país e inmigrante en Canadá. El cónsul les animó a visitar con más frecuencia la página web del Consulado -estos abueletes que no quieren modernizarse-, y el señor Embajador expresó una vez más el orgullo que siente España por sus emigrantes. Pero estos se fueron del Club Hispano rumiando una certeza corrosiva:  no caben ni siquiera en la definición que propuso Cánovas para abrir la Constitución de 1876, que ya es no caber: “Es español el que no puede ser otra cosa”. 

2 comentarios

Juan -

Hola Sergio, espero que te vaya muy bien en este país. Muchos veteranos decidieron hacer ahí mismo lo que tu sugieres. Normal. Un saludo.

Sergio -

Me ha gustado mucho leer tu artículo. Como futuro emigrante español a Canadá, lo único que se me ocurre decir (no sé si animaría a estos veteranos) es que puestos a perder una nacionalidad, prefiero perder la española, que no me aporta nada.