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Juan Gavasa

Viajeras (y IV)

Viajeras (y IV)

La baronesa francesa George Sand, -seudónimo de Amandine-Aurore-Lucile Dupin-,  visitó también la cordillera en dos ocasiones: 1825 y 1837, en esta ocasión con su hija Solange. Fue una mujer realmente especial e irreverente, un alma libre que contravino todas las normas escritas y no escritas de la sociedad de su época. Prolífica y brillante escritora, abandonó a su esposo y comenzó a utilizar ropa masculina para lograr penetrar en los exclusivos ambientes parisinos limitados al hombre. Esta actitud le ocasionó numerosos problemas. Se le atribuyeron infinidad de romances y sórdidas historias que dejaremos aparcadas en el quicio de la leyenda.

 

Nos interesa su vertiente viajera y su paso por el Pirineo, al que llegó por primera vez en julio de 1825 para tomar las aguas en el balneario de Cauterets. En este lugar inicia una intensa vida social y fomenta nuevas amistades que le permitirán descubrir territorios desconocidos de la cordillera y protagonizar, al tiempo, algunos escándalos sociales en la recatada sociedad agüista. “Me siento tan entusiasmada con los Pirineos que, el resto de mi vida, sólo voy a soñar y a hablar de montañas, grutas, torrentes y precipicios”, señaló en alguna ocasión. De hecho, algunos de esos escenarios, como Cauterets, el circo de Gavarnie o las grutas de Loups servirán de influencia para algunas de sus novelas posteriores.

 

Con la separación de su marido en 1836 comienza una nueva etapa en su vida marcada, como hemos indicado antes, por una auténtica reafirmación de su personalidad y una defensa a ultranza de la libertad y la independencia. Inicia su faceta como escritora y publica en revistas como “Figaro” o “La Revue de París”. Participa en el libro “Rosa y Blanco” con Jules Sandeu, aunque es éste el que firma en exclusiva la novela.

 

Su aportación literaria más destacada es “Lavinia”, ambientada en Saint-Sauveur, lugar en el que aireó su amor secreto con el joven Aurèlien durante sus estancias en Cauterets. Después escribe “Géant Yéous”, una narración legendaria del combate de Miquelon cerca del Midi de Bigorre. “No pensé necesitar guía alguno: me parecía que los torrentes, de los que tan sólo debía seguir sus cauces con mis piernas o con mis ojos, debían ser los hilos de Ariadna destinados a conducirme a través de este laberinto de gargantas”.

 

El universo de los balnearios y centros termales era realmente especial. Monarcas, miembros de la nobleza, acaudalados empresarios y todo tipo de espíritus ociosos convivían en lujosos lugares que eran como islas en mitad del paupérrimo Pirineo. El francés Hipólito Taine en 1858 es quien probablemente mejor describió lo que ocurría en esos ambientes de frivolidad, ostentación y lujo: “Está generalmente admitido que la vida en los baños es muy poética y que se suele encontrar allí aventuras de toda clase, sobre todo aventuras del corazón. Si la vida en los baños es una novela, lo es solamente en los libros. Para ver allí grandes hombres es preciso traerlos encuadernados en piel, dentro de la maleta”.

 

Y es verdad que muchos de los testimonios dejados por estas viajeras agüistas parecen novelas pertenecientes al género rosa. Parece ser que muchas de ellas llegaban a Cauterets, Bagneres de Bigorre, Bagneres de Luchon, Eaux Bones o Panticosa, no sólo a tomar las aguas sino también a buscar aventuras amorosas que rompieran la mordaz rutina de la vida palaciega. Así lo podemos comprobar en textos como el de la anteriormente citada George Sand, o en los que dejaron Juliana de Krüdener o Sophie Cottin. Esta última, una popular escritora, estuvo en Cauterets en 1791 y posteriormente en Bagneres de Bigorre en 1803, donde escribe en medio de una gran expectación popular su novela “Mathilde”.

 

Algunas de esas mujeres llevaron una vida sedentaria pero otras optaron por aprovechar los maravillosos entornos naturales de los balnearios para emprender excursiones de mayor o menor dificultad, guiadas por un notable espíritu de aventura. En determinados casos se unía la envergadura de la expedición con la condición real de sus protagonistas. Quizá el más relevante es el que llevó a cabo en 1807 la Reina de Holanda Horetensia, esposa de Luis Bonaparte, hermano de Napoleón I. Ascendió en compañía de un notable séquito a la “Hourquette d’Ossoue” (2.734 m) y descendió hasta Gavarnie. Recompensó a dos de sus porteadores con una medalla conmemorativa y un sueldo anual de 100 francos durante 22 años.

 

Esta pequeña hazaña de la Reina Hortensia fue un acicate para otra mujeres, que siguiendo el ejemplo de la monarca se atrevieron a experimentar sensaciones acotadas hasta entonces al género masculino. Así en 1809 (dos años después tan solo); la joven Duquesa de Abrantes viaja a Cauterets para tratarse de una enfermedad nerviosa y contrata a los dos porteadores premiador por la Reina Holanda. Su intención es alcanzar la cima del Vignemale pero aunque nunca fue sincera del todo –en su narración dice expresamente: “Martín me dijo que no tuviese miedo y se lanzó conmigo desde la cima del Vignemale hacia los valles inferiores”-,  parece que sólo alcanzó la misma altura que su predecesora.

 

Tuvieron que pasar casi 20 años –1828- para que otra mujer perteneciente a la nobleza italiana, Marie-Caroline de Nápoles, duquesa de Berry, protagonizara un nuevo hito del montañismo femenino. Alcanzó la Brecha de Rolando después de realizar durante varios días diversas excursiones por todo el entorno. Fue la primera mujer que lo logró y según anotó en 1843 en su diario Juliette Drouet, otra de las grandes mujeres del montañismo pirenaico: “las mujeres no realizan ascensiones difíciles en los Pirineos, a excepción de la Duquesa de Berry, que llevó a cabo la de la Brecha de Rolando acompañada por treinta guías”.

 

Un año después Madame de la Granville de Beaufort llega al Pirineo procedente de París para tratarse de una tuberculosis bastante avanzada. En Bonnes se somete a una intensa cura durante diez días que no logra combatir por completo la enfermedad. Prosigue su peregrinar rumbo a Saint-Sauvert, otro de los balnearios preferidos por la nobleza y la burguesía, y allí asciende en compañía de porteadores a Gavarnie. En su diario de viaje, compuesto por 18 cartas,  deja la siguiente reflexión: “Estas montañas de piedra han sido talladas con demasiada audacia; se recortan y se dibujan con demasiado orgullo, para mostrar otra mano que no sea la de Dios”.

 

Hubo otras mujeres dignas de reseña como Henrica Rees Van Tets, viajera por Gavarnie, Cauterets y Luz; la que afirmó ante el Monte Perdido: “qué pequeñas son las obras de los hombres comparadas con estas escenas realizadas por la mano del Gran Ser”. Las dibujantes Henrietta-Ann Fortescue y Josephine Sarazin, la inglesa Sarah Ellis, que escribió en 1840 “Summer and winter in the Pyrenees”, un repaso a todos los lugares de moda y balnearios pirenaicos de la época; la irlandesa Louisa Stuart, que viajó por el Pirineo vasco en 1843 y escribió “Bearn and the Pyrenees; un legendario tour...”, o la irritable Mary Eyre, autora en 1865 de “Over the Pyrenees into Spain”, una crítica visión de la cordillera con perlas como ésta: “los habitantes de Ariège son malos, los andorranos peores, los españoles los peores de todos”.

 

He dejado para el final a tres mujeres que considero especiales por sus singulares estilos de vida, su interesante aportación a la historia del pirineismo y por lo que representaron para otras mujeres.

En el verano de 1859 la emperatriz Eugenia de Montijo y Luis Napoleón Bonaparte estuvieron varios días tomando las aguas en el balneario de Saint Sauver. Nunca más volvieron pero aquella estancia sirvió para dar el empujón definitivo al centro termal y construir el popular Puente de Napoleón colgado a 66 metros sobre la gave de Pau. Se levantó un año después de la visita real para salvar la garganta de St. Sauver. Junto a él se localiza el paseo de Eugenia, que desciende hasta la base de la garganta fluvial para culminar en un mirador.

La española Eugenia de Montijo fue una habitual de los centros termales pirenaicos, frecuentaba Euax-Bonnes, Cauterets, Biarritz y, sobre todo, Saint Sauver. Su sola presencia, siempre radiante y febril, fue determinante para el desarrollo del turismo termal de la zona. Atrajo a otros representantes de la nobleza e invirtió importantes esfuerzos en dotar de nuevas infraestructuras a los establecimientos. Su vida en los balnearios no se limitó al descanso, también se aventuró por senderos y cumbres de relativa accesibilidad.

 

La condes de L’Epine, de la que me han oído hablar a lo largo de esta charla, fue la primera mujer que atravesó el corredor entre Gavarnie y el Valle de Hèas por Coumèly, la entrada al circo de Estaubé, las Gloriettes y la entrada de Tromouse para acabar en Cauterets, todo en un mismo día. Ocurrió en 1818 durante un largo periplo pirenaico que hizo en compañía de sus dos hijos. Atravesó Aragón y Catalunya junto a un amplio séquito en el que incluye varios guías autóctonos. Dado su habitual cinismo y vehemencia, sorprenden los halagos que vierte sobre sus acompañantes:

 

“Estos ligeros montañeses que, descalzos, se aferran a esas rocas tan duras...: trepan, saltan, escalan con un equipo que resulta prodigioso. Arriesgamos mil veces la vida y, sin embargo, inspiran tanta confianza que no sentimos ningún temor”.

 

El resumen de sus experiencias por el Pirineo quedó plasmado en el libro “Voyage dans les Pyrenees”, que durante mucho tiempo fue atribuido a otro autor. L’Epine resulta atractiva por la viva personalidad que desprende y, desde un punto de vista literario, por la visión extremadamente subjetiva que proyecta sobre todo lo que ve. Quizá es el ejemplo más radical dentro del ámbito de la literatura pirenaica de mujeres.

 

Y finalmente les quiero hablar de la inglesa Anne Lister y el Vignemale. La gran montaña del Pirineo francés fue el escenario de la legendaria rivalidad entre Ann Lister y el Príncipe de Moskova por coronarla por primera vez en el verano de 1838. La pionera fue la intrépida aventurera británica, pese a las malas artes del noble, que intentó convencer a todos de que él había sido el primero. Al final se descubrió su engaño y Lister pasó a la historia como la primera montañera que ascendió el Vignemale.

 

El conflicto que protagonizaron Lister y Moskova y la despreciable actitud del mediocre Príncip, hicieron verter ríos de tinta y colocaron el episodio en un lugar prioritario de la historia del pirineísmo. La reacción de ambos ante el brillo de la fama es fiel reflejo de cómo el hombre y la mujer afrontaron de manera diferente el hecho del viaje o el de la escalada: el hombre buscaba el reconocimiento y la mujer simplemente, la belleza o la experiencia interior.

 

Explica Nanou Saint-Lèbe, gran estudiosa del fenómeno de las viajeras pirenaicas que “después de 1850 las mujeres escalaron las cimas más altas acompañadas por una persona allegada y pocas veces sola. Habrá que esperar algunos decenios a la emancipación femenina, para que algunas de ellas fueran consideradas como pirineistas de pleno derecho”. Esta realidad enfatiza más si cabe el valor de la hazaña de Anne Lister, a la que sería injusto tratarla sólo como una montañera.

 

Fue una precursora de los movimientos feministas y de igualdad, viajó por todo el mundo, escribió y reflexionó sobre la sociedad que le tocó vivir y, además, heredó una gran fortuna que le permitió desarrollarse como mujer y proyectar todos sus sueños y empresas. Pero quizá la parte menos conocida de Lister es la relativa a su condición sexual. Fue una de las primeras mujeres que habló abiertamente de su homosexualidad, toda una provocación para la época. Afirmó que “amo y sólo amo al sexo más hermoso y así, siendo amada por ellas, mi corazón rebela contra cualquier otro amor que no sea el suyo”. Lister se refería a su simbólica esposa Ann Walker, con la que acudió en 1838 a Saint-Sauver, punto de partida de su mítica ascensión al Vignemale. Anne Lister es uno de los personajes más admirados por los movimientos homosexuales, ella defendió derechos que hoy en día sólo se cuestionan desde posiciones extremadamente conservadoras.

 

Podríamos seguir hablando durante mucho más tiempo. Quedan muchas cosas por contar y por analizar, como la visión que los hombres tenían de estas mujeres. Pueden imaginarse la falta de tacto y la insolencia con la que observaban estos gestos de rebelión y afirmación personal. Sólo citaré brevemente algunos ejemplos: Lambrón decía que las mujeres no tenían la fuerza para llevar a cabo la ascensión de una cumbre; Oscar Commettant reconocía el derecho de la mujer a “la belleza, al encanto, a la gracia... y a la idiotez”. El Conde Roger de Bouillè las consideraba simplemente “ridículas” y bramaba que “no necesitamos leonas que enseñen a nuestros cachorros las virtudes de las amazonas”.

 

En fin... por encima de la trascendencia de las hazañas montañeras o el valor testimonial de los diarios de viaje, yo prefiero quedarme con el espíritu libre de estas mujeres. Fueron la vanguardia de los movimientos femeninos y canalizaron a través de su amor por la aventura y su pasión por los Pirineos una forma de entender la vida que rompía con siglos de exclusión y sometimiento. La verdadera montaña que escalaron fue la de la sinrazón, el machismo, la incultura y los dogmas. Y la conquistaron.

Imagen: Anne Lister

1 comentario

Pili A. -

Me encanta la reflexión final, sobretodo para alguien que, como yo, que aun tengo la impresión de tener que ir pidiendo perdón por mi feminismo comprometido...

No ha pasado tanto tiempo en algunas cosas... desgraciadamente.

Gracias por estas entradas, La verdad es que, después de asistir a la conferencia, leerlas se hace todavía más grato y no se pierden tantas cosas en la nebulosa de la memoria (sobretodo la mía)

Gracias de nuevo