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Juan Gavasa

Ignacio Ara

Ignacio Ara

A Antón Castro, que me descubrió al "catedrático del boxeo", de Sigüés.

 

Ignacio Ara está considerado uno de los mejores boxeadores españoles de todos los tiempos. Fue Campeón de Europa de los pesos medios en el lejano 1932. Ningún otro púgil español de su categoría lo ha vuelto a lograr. Le llamaban el “catedrático del boxeo” por su elegancia y su prodigiosa rapidez de movimientos. A Ignacio el apellido le delataba. Era aragonés, de Sigüés. Allí nació en 1909. El universo del boxeo tiene encumbrado a Ignacio Ara como una figura estelar de su particular historia. Lo tiene desde que protagonizó en la década de los años 30 del pasado siglo algunos de los duelos más feroces y violentos que se recuerdan con el francés Marcel Thil, al que nunca pudo vencer y al que tampoco nunca le pudo arrebatar la corona de Campeón del Mundo, que logró en 11 ocasiones. La última vez que lo intentó fue en mayo de 1935 en un memorable combate celebrado en la plaza de toros de Madrid.

            Ara era el hombre del momento, sólo él podía convocar a 30.000 personas para presenciar un duelo que olía a revancha y orgullo herido por los cuatro costados. Ya se habían enfrentado por primera vez en 1933 en París: los cronistas aseguran que había ganado el aragonés pero los jueces decidieron lo contrario. Dicen que aquel choque fue brutal, se repartieron mamporros sin freno y los dos salieron malparados.

            Un año y medio después tuvo lugar la revancha también en la capital francesa pero Ara midió mal sus fuerzas. El francés, un tipo rocoso y experimentado, le propinó una soberana paliza que le dejó maltrecho. No tuvo opción en ningún momento. El de Sigüés no escarmentó y retó a Thil a un nuevo combate, el de la madrileña plaza de toros.

            La historia se repitió, pero el guión fue bien diferente al de ocasiones anteriores. Ara perdió nuevamente pero su formidable actuación le permitió mantener intacto su prestigio y, sobre todo, su dignidad. El semanal AS lo resumió perfectamente: “Ignacio Ara vencido, pero no derrotado, por Marcel Thil, Campeón del Mundo del peso medio”. La crónica de aquel combate se enmarca en la galería de excelencias literarias de la prensa deportiva de la época.

            El popular semanario le dedicó al duelo la portada de su número del 3 de junio de 1935. La imagen resume lo que fue la pelea; un rudo e imperturbable Thil castiga sin compasión al boxeador aragonés, que apenas puede mantenerse en pie. Sus músculos tensionados y el pelo desbaratado hablan por si solos. En el interior de la revista la crónica se extiende en detalles de lo que fue un verdadero acontecimiento nacional. Era la primera vez que la capital española albergaba un Campeonato del Mundo y uno de los aspirantes era aragonés, de Sigüés.

            De Ara decía Angelo, el cronista deportivo de AS, que era “bien proporcionado, limpio, fino y elegante, aunque parece también más frágil que su rival. Sin saber sus características, sin conocer sus estilos, bastaría verlos bajo la luz de los reflectores formando el grupo con el árbitro rubicundo y serio, ante la batería de fotógrafos, para pronosticar exactamente qué clase de combate va a hacer cada uno”.

            No se equivocaba; el combate transitó por esos derroteros. “Ignacio Ara, indiscutiblemente más boxeador que su rival, en el sentido de que el boxeo es algo más que un ejercicio de pura y bruta fuerza, domina francamente a lo largo de los primeros asaltos. Brilla su estilo variado y magnífico frente a la torpeza maciza de su adversario, que se empequeñece en la comparación, encorvándose, replegándose, hundiendo su cabezota en el pecho”.

            En palabras de Angelo, el especialista en boxeo del AS, “Ignacio Ara es el matador inteligente y fino; Thil es el toro robusto y poderoso que embiste”. Mal asunto si las fuerzas del aragonés se agotaban antes de tiempo, como así fue. “¿qué valen las embestidas desprovistas de belleza, constantes pero lentas, ante la elegancia de los pases del matador?”, se preguntaba el periodista. Thil no es un toro de sangre sino de granito y todo ese despliegue de golpes que realiza Ara choca contra un muro que parece recibirlos casi sin inmutarse.

            Las 30.000 almas que abarrotan la plaza de toros gritan “Ara, Ara, Ara”, es un coro ensordecedor asegura el periodista, que pretende empujar al jacetano a una victoria que se hace cada vez más incierta. El francés digiere las embestidas de su rival y comienza en el último tercio una ofensiva salvaje que le llevará al triunfo final. “Aunque Ara rehuía el cuerpo a cuerpo, no podía evitar el abrazo de oso de su rival, que le golpeaba en los costados. Marcel Thil sabía bien que en ello estaba su fuerza”. El desenlace está cerca y Angelo describe unos minutos angustiosos que parecen horas: “Los golpes del francés han llegado con toda su fuerza a su rostro y han tenido una repercusión en el cerebro, exactamente en el momento en que las piernas empiezan a flaquearle. Embadurnado en sangre, atontado por los golpes, no pierde la claridad de su juicio; sabe lo que puede pasarle y lo evita”.

            En el decimotercer asalto el árbitro declara vencedor al francés en medio de la bronca general. Pero no hay duda; Thil renueva su título mundial con toda justicia. El periodista, con arrobo patriótico, asegura que “el estilo de Ara, su boxeo claro y brillante, su valentía y su corazón han valido más que toda la resistencia, toda la labor de basto obrero del “ring” del Campeón del Mundo”.  En el cenit de su carrera, Ignacio Ara salió del envite magullado pero con el orgullo alimentado por una afición que lo veneraba. Sin embargo, nunca más volvería a aspirar a grandes empresas. Sus sueños de gloria se quebraron en aquella velada madrileña con 30.000 enfervorizados aficionados como testigos del inicio del largo y lento declive. En 1968, ya retirado, confesaba en una entrevista concedida al prestigioso periodista deportivo Pedro Escamilla, que “no llegué, como me exigía mi hombría, a campeón del mundo del peso medio. Una vez porque me robaron, otras, porque me vencieron”.

 

La historia de un montañés

Ignacio Ara nació en abril de 1909 en Sigüés, donde apenas permaneció unos meses porque sus padres emigraron a Mauleón, al otro lado de los Pirineos. No era el viaje de las golondrinas, que cruzaban la cordillera con la caída de la hoja para regresar en la primavera. Era un viaje definitivo, sin retorno. Las prósperas fábricas de alpargatas de la localidad francesa eran el destino de un exilio económico español que huía de la miseria diaria. El padre de Ignacio, Mariano Ara, comenzó a trabajar en una de esas fábricas y alcanzó el puesto de encargado. Vicenta, la madre, se empeñó en la educación del hijo. Fueron seis años de intensas vivencias en una casita llamada “Chalet Vicenta”. Ignacio creció hablando castellano y francés.

En 1916 la familia decide regresar a España y se instala en Jaca, donde uno de los abuelos regentaba una talabartería. La amenaza alemana en la primera Guerra Mundial convence a los Ara de la necesidad de desandar el camino y buscar espacios más seguros. Jaca lo es. Fue una decisión temporal, condicionada por los acontecimientos internacionales, pero en la mente de Mariano Ara no se borra la idea de regresar a Francia tan pronto como finalice la guerra.

Instalados de nuevo en “Chalet Vicenta” los Ara retoman la normalidad. Ignacio estudia en un colegio de frailes, donde el padre Abadie le inculca el amor por el deporte, por cualquiera de ellos sin distinción. Son tiempos en los que el ciclismo genera pasiones en Francia. El Tour en esas fechas ya se ha consolidado como uno de los grandes acontecimientos deportivos mundiales. Pero el pequeño de los Ara se va arrastrando por otros derroteros. En las habituales trifulcas con compañeros de clase descubre la fuerza de sus puños y su marcado instinto de supervivencia.

 Es un tipo de profundos contrastes. Cultiva al mismo tiempo un perfil duro y agresivo con otro inquieto y sosegado. Le anuncia a su padre que quiere ser cocinero y viaja a Paris para trabajar como pinche en el Hotel Point-Neufe. En realidad, es una salida de urgencia ante la rotunda negativa de su padre a que se dedique a la pelota-mano, su verdadera pasión. En París, sin el ojo escrutador de su padre, encuentra tiempo para jugar en un frontón cercano junto a un joven que pronto haría historia, Paulino Uzcudun, un exleñador que acabaría siendo leyenda del boxeo y varias veces aspirante a la corona universal de los pesados ante Joe Louis y Max Schmelling.

Junto a ellos también está otro vasco de oro, Isidoro Gaztañaga. Los tres entrenan casi a diario en el gimnasio Anastesie, donde Ignacio Ara va comprobando poco a poco que lo que realmente le produce fascinación es el boxeo. El escritor y periodista Antón Castro, profundo conocedor de la vida de Ara, cuenta que en ese gimnasio el de Sigüés “se quedaba entusiasmado con un tipo llamado Molina, era un auténtico bailarín de claqué que soltaba las manos con la velocidad del rayo”.

El destino de Ignacio Ara está marcado. En 1925 acompaña a su amigo Gaztañaga a San Sebastián y casi por azar se planta encima de un cuadrilátero ante el italiano Ambrosoni; le bastó un asalto para dejarle KO. De este episodio es probable que surja también el error divulgado en los últimos tiempos por el Archivo Auñamendi y alguna enciclopedia de boxeo, sobre el origen donostiarra de Ignacio Ara. 

            Tras aquél primer combate victorioso, el aragonés ganó los 36 siguientes y el campeón español del momento, Ricardo Alis, le evitó para ahorrarse desagradables sorpresas. Tras un desastroso encuentro con sus padres, que no aprobaban la nueva profesión del hijo, Ignacio regresa a París con la obsesión de hacerse rico y ganar el cetro mundial. Peleó en un combate memorable con un tal Valclaund, según indica Antón Castro, y desde ahí dio el salto al Albert Hall de Londres y Nueva York, donde combatió en 1929 con Eddie Bowie. Un comentarista escribió de Ara: “es el boxeador extranjero de mayor combatividad que he visto en mi vida. Su estilo es maravilloso”.

            Pocos días antes de ese viaje a Estados Unidos, Ignacio estuvo en Jaca. Así informó de su estancia El Pirineo Aragonés: “Está en Jaca este simpático y popularísimo paisano nuestro. Bien merecido tiene tal título: nació en Sigues y en Jaca pasó los primeros seis años de su niñez. De nuestra ciudad se acuerda muy gratamente. Por eso, después de repetidos y notables triunfos en sus luchas de boxeador, admirando a inteligentes públicos de populosas capitales extranjeras. Ignacio Ara quiere visitar a Jaca y a Sigues con toda su cordialidad y simpatía. Después, inmediatamente, va a volver a Norte América, donde ha de cumplir contratos de importancia. Bien venido, Ignacio, y venga esa mano, pero sin apretar mucho ¿eh?”

            En 1930 se fue a La Habana, uno de los puntos de ebullición del boxeo mundial. Allí ganó a José de la Paz, Jimmy de Capua y Relámpago Sagüero, uno de los mejores boxeadores cubanos de todos los tiempos. En ese momento ya era uno de los púglies más importantes del mundo. El especialista en boxeo cubano, Melchor Rodríguez, le otorgaba no hace mucho tiempo la categoría de “rutilante estrella mundial”, a la altura de Jack Dempsey o Joe Dundee, al que vapuleó sin compasión en un memorable combate en febrero de 1931.

            Tras hacer las Américas y recién proclamada la II República Ignacio Ara regresó a España y por fin pudo pelear con Ricardo Alis. Le duró unos segundos. Al año siguiente ganó el Campeonato de Europa de los medios ante el austriaco Kar Neubauer, paso inmediato para atacar el cetro mundial que nunca pudo conquistar.

 

La posguerra y el declive

Ara pasó la Guerra Civil en Buenos Aires y cuando acabó volvió para continuar con un desenfrenado carrusel de combates que alcanzaría los 300. Un palmarés inigualable que todavía hoy sigue impresionando. Se retiró en 1947 con 38 años, justo después de coronarse campeón nacional de los pesados. Desde entonces se dedicó a entrenar. Lo hizo en Buenos Aires con Fred Galiana; lo hizo en Salamanca con los olímpicos españoles que iban a competir en México 68, lo hizo con un tal Tony Leblanc, al que enseñó todo lo que tenía que saber sobre el boxeo. Así lo confesaba el actor en una reciente entrevista realizada en el diario ABC, en la que recordaba sus remotos inicios como púgil.  

            Ignacio Ara murió en 1977 en Buenos Aires, la ciudad que se había convertido en su pequeña patria. Nació aragonés, creció francés y murió con la nostalgia porteña. El jacetano está enterrado en el popular cementerio de La Chacarita, junto a Carlos Gardel y otras leyendas del boxeo argentino como Luis Angel Firpo y Ringo Bonavena, el púgil asesinado por la mafia por no aceptar la abyecta orden de tirarse en el quinto round de su último combate. Un clásico del lado oscuro del boxeo. De Ignacio Ara escribieron en Buenos Aires que era “el catedrático de las doce cuerdas, tan querido de la afición argentina”. Ahí descansa, junto a Carlos Gardel.

 

Artículo publicado en el número 219 de la revista Jacetania.

4 comentarios

Jordan 5 -

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39escalones -

Desconocía la historia de Ara y, aunque no me gusta el boxeo, me ha dejado impresionado su historia.
Un saludo.

Juan -

Seguro que él no era porque murió en Buenos Aires en 1977. Y que yo sepa no tuvo ningún hijo. Mas bien pienso que todos los boxeadores veteranos tienen el mismo rostro castigado por mil mamporros y la mala hostia por haberlos recibido.

obispo de binacua -

En Portugalete, en la zona de marcha de la calle Santa María, hay (había) un bar lleno de carteles y fotos de un boxeador llamado Ara. Me imagino que será el mismo, pero lo atendía un tío clavado al de la foto, que hace 15 años no tendría aún la cincuentena, y que tenía la nariz sin cartílago y una cara de mala hostia impresionante. ¿Un hijo de Ignacio Ara?